Nunca he sido mucho de escribir a ordenador; de hecho, muchas veces, lo detesto. No sé si se debe a porque trabajo escribiendo en formato digital o porque encuentro el placer en agarrar el bolígrafo y deslizarlo por el papel con mis palabras, pero la verdad es que no disfruto en demasía escribir frente a una pantalla.
Cuando he sido feliz escribiendo, ha sido, especialmente, en mi adolescencia, cuando escribía más a menudo, cuando necesitaba sacar de mi mente descontrolada los sentimientos que sobrevolaban mi cabeza y mi corazón.
La mesa de madera, que crujía un poco cuando me apoyaba sobre ella para escribir, la habíamos recogido de una antigua mudanza; la silla, incómoda y agradable a partes iguales, más de lo mismo. Siempre tenía como compañeros los deberes que me quedaban por hacer o aquel libro que jamás había terminado. Pero lo más importante era la luz que me otorgaba ese flexo que me acompañó tantísimas noches en la que me preguntaba (y exteriorizaba a través de la escritura) «¿Quién soy?». Por desgracia, jamás recibí respuesta.