Muchos conocéis la historia de los docentes que no trabajan en un puesto fijo o que son contratados para la «temporada»: pasan un verano a duras penas para que llegue septiembre con buenos cursos, muchos alumnos y, lo más importante (aunque hace años dijera que no), un sueldo «apañao». Pues eso esperaba yo que me pasara el pasado septiembre. Después de tocar en muchas puertas, lo peor se hizo realidad: a final de mes todavía no tenía nada atado. Coincidía también que se me acababa la prestación por desempleo, así que tuve que tomar una medida radical: postularme como autónomo.
Ya había sido autónomo con anterioridad; de hecho, lo había hecho, incluso, compatibilizando mi trabajo como freelance como por cuenta ajena. Sin embargo, debo decir que mi prioridad no pasaba por volver a trabajar como profesional independiente, sino trabajar en alguna empresa de forma interna. La verdad es que el verano lo pasé bastante mal. Sin cursos, sin apenas paro (por una negligencia que ya contaré en otro momento, pero que tiene que ver con unos negocios que no me gustan) y con una autoestima por los suelos. Es lo que tiene basar tu valía en el trabajo, supongo.
Es verdad que había habido alguna promesa a medias durante los meses estivales, y que las veía con optimismo (porque tampoco me quedaba otra), pero se quedó en nada. Los motivos son variados, pero, al ser cosa del pasado, tampoco me compensa mucho pararme en esto. La cuestión es que vi un filón en volver a ser autónomo, ya que muchos cursos que pedían ciertas consultoras de formación requerían que fueras freelance… así que me tiré a la piscina.
Sigue leyendo