Tenemos que hablar… de los TFG

Hay proyectos que dan como finalizada una etapa, y también algunos que comienzan otros momentos de la vida. La importancia de llevar a cabo ciertos planes hace que nuestras vivencias sean más interesantes, puras, o, simplemente, satisfactorias a ciertos niveles. Hoy empiezo (o continúo, mejor dicho) la sección Tenemos que hablar… con un proyecto que da como terminada la etapa universitaria del grado: el trabajo de fin de grado.

Hace bastante tiempo que veo comentarios al respecto de esta asignatura del curso final del grado, y la verdad es que lo que tengo claro es que hay sentimientos encontrados. Para algunos, es un proyecto para terminar la carrera con un buen sabor de boca, y tener la máxima nota posible es el objetivo principal; para otros muchos, sin embargo, es un trabajo innecesario y problemático. Esto me hizo pensar si realmente los trabajos de fin de grado tienen sentido, o si de verdad hace falta demostrar, una vez más, la valía del estudiante.

Hay un aspecto de los trabajos de fin de grado (TFG) que me recuerda un poco a las oposiciones: los alumnos se juegan mucho, se ponen delante de un tribunal que, en un momento determinado de sus vidas, juzga lo que han aprendido y cómo lo han aplicado a un determinado contexto. pero ¿de verdad demuestra eso? ¿De verdad todos los alumnos deben estar cortados por el mismo patrón?

Una de las quejas recurrentes es que el profesorado encargado de tutoriazar estas asignaturas no tiene el suficiente tiempo o interés para encargarse de estos trabajos. Después de algunas experiencias cercanas (aunque no en la mía), puedo decir que entiendo esta frustración por parte del alumno. Al final es un proyecto en el que se le exige cierto compromiso para con su investigación o exposición, y se espera que la persona encargada de gestionar o de dirigir ese trabajo también tenga cierto compromiso. Sin embargo, no siempre es así.

Como siempre, teniendo en cuenta estos comentarios que se han repetido mucho estos últimos meses, especialmente por las convocatorias extraordinarias de septiembre y diciembre, hay algunos docentes que no han contestado dudas, que no han corregido los documentos a tiempo o que, simplemente, han decidido desertar en cierto estadio de la investigación. Hay que tener en cuenta ciertos aspectos de este tipo de trabajos, y es que no todo el mundo se puede ocupar de ellos, que hay muchos profesores que están hasta arriba de trabajo relacionado con la docencia activa, y que estas asignaturas se le quedan demasiado grande.

También son muchos los alumnos que se quejan «de vicio», queriendo hacer en un mes, a lo sumo, un trabajo que incluye todo un cuatrimestre, con las consiguientes presiones al docente que está tutorizando este trabajo de fin de grado, y con el consiguiente descontento. En mi caso, por poner un caso personal, decidí que no estaba del todo contento con el TFG y decidí presentarlo en convocatoria extraordinaria. Tanto mi tutora como yo fuimos mucho más desahogados al tribunal, sabiendo que habíamos hecho un buen trabajo y también con muchas más ganas de presentarlo (y de terminar con este proceso).

Por último, hay que ponerse a pensar si de verdad el alumno no ha demostrado ya lo suficiente a lo largo de los años su valía y todo lo que ha aprendido, a través de los aprobados o suspensos, y de las notas correspondientes, de las asignaturas que ha tenido a lo largo de los años. También me gustaría recalcar que no estoy en contra de los trabajos de fin de grado, sino de su obligotariedad a todo el mundo. En mi caso, por ejemplo, me dijeron que podía basar mi TFG para hacer una investigación más profunda acerca de la TAV en el mundo de la publicidad, igual que con mi TFM acerca de la motivación en la educación secundaria. Me gustó la idea, pues me gusta investigar (y creo que se me da bien), pero ¿es necesario hacer esta asignatura para alguien a quien no le interese la investigación?

La importancia de los proyectos

No es raro comenzar el mes de enero con muchos proyectos y propósitos. Es normal que, en los comienzos de ciertas etapas, como pueden ser los años, obtengamos cierta motivación para cambiar las cosas que no nos gustan, o ponernos las pilas con las cosas en las que nos queremos comprometer más de la cuenta, o, simplemente, continuar con las rutinas que ya teníamos. Pero claro… estamos en abril, y hace unos días, emprendí (de nuevo) un proyecto que había dejado a medias: las oposiciones.

Tenía la sensación de que era algo que me debía, en cierta manera, porque era algo que me había propuesto en septiembre, cuando empezaba el curso, aunque sabía que se me iba a dificultar la situación porque estoy viviendo un momento un poco complicado. Como muchos jóvenes, sufro de una ansiedad basada en la inestabilidad socioeconómica, laboral y —¿por qué no decirlo?— mental.

Es verdad que sé que tengo la suerte o el privilegio de contar con una situación en la que todo me sale, más o menos, tal como debería. Hace tiempo que no puedo ni quiero parar de trabajar (de hecho, ya he tenido que rechazar alguna que otra oferta porque no me da más la vida), pero también es verdad que el hecho de que ir cambiando de empresa cada cierto tiempo es también un evento muy cansado.

Uno ya va teniendo una edad y va queriendo tener una rutina, saber lo que la vida tiene para ti en forma de hábitos laborales y sociales. Creo que es una de las cosas que me calmaría la ansiedad recurrente que tengo, y también que me ayudaría a terminar de una vez por todas con la inestabilidad laboral. Pero todavía toca ponerse al día con el estudio, llegar al examen en buena forma, aprobar y conseguir algo, que ya sabemos que no es nada fácil.

Realidad de la sociedad española y su relación con el inglés

Hay conversaciones incómodas que nos hacen pensar en ciertos temas que nos rodean, como puede ser la economía o aspectos sociales que nos afectan de mayor o menor manera. Uno de ellos, en los que la prensa se ha centrado en los últimos meses, y cuyo impacto fue bastante impresionante, fue los reportajes que surgieron a partir de un tema superimportante, como es la inserción laboral de los jóvenes y uno de los pilares principales de esta: el conocimiento de inglés.

Según estos estudios, publicados en periódicos como El Diario o El Mundo, hacían hincapié en la poca conversión de conocimientos lingüísticos, a pesar de los esfuerzos de la estructura académica basados en añadir y, en cierto modo, perfeccionar o mejorar las asignaturas de lengua extranjera en el currículum educativo.

La cuestión es la siguiente: ¿es suficiente ese esfuerzo para que los alumnos sepan inglés? ¿Es valioso el modelo de bilingüismo que tenemos activo en España actualmente? ¿De verdad vale la pena invertir tantos recursos en aspectos que, a lo mejor, no interesan al alumno? ¿La tasa de conversión de horas de aprendizaje tiene que ir ligada, además, con un estudio adicional en academias u otros centros de formación?

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Vivir a través de la inercia

El otro día escuché, no sé dónde, que hay momentos en los que la mente te dice que pares un segundo a reflexionar si lo que estás haciendo con tu vida te hace feliz, te completa, te llena o, simplemente, te estás dejando atropellar por los quehaceres diarios. Y es curioso porque, en según qué momentos de la vida, en las pocas pausas que se nos dan para hacer esa reflexión, como puede ser antes de las campanadas de fin de año, en septiembre (con el comienzo del curso) o en los cumpleaños, nos da mucho miedo tomar una curva por si nos arrepentimos de seguir conduciendo hacia adelante.

Y digo que es curioso porque las personas jóvenes estamos viviendo una época de constante adaptación y transformación, debido a las situaciones que nos encontramos prácticamente de forma generalizada —precariedad económica y laboral, problemas para acceder a la vivienda, relaciones personales que ya no llenan tanto como antes, una consciencia de los problemas de la salud mental…—, al final acabamos cometiendo los mismos errores que cometieron los que vinieron antes que nosotros: hacer las cosas por inercia. Y es que… es muy difícil salir de ahí.

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Una revisión necesaria

Llevo trabajando, prácticamente, los mismos años que llevo escribiendo en este blog, y, como tanto mi trabajo como mi vida han cambiado a lo largo de este tiempo, creo que es hora de un cambio, de una revisión de cómo estoy haciendo las cosas para ver en qué puedo mejorar.

Siempre que me he embarcado en un proyecto abierto al mundo, como es el caso de, evidentemente, Diario de un futuro traductor, pero también de cualquier charla o conferencia, siempre he tenido un punto en común con todos ellos, y es que quiero contar historias que valgan la pena. Es curioso que tenga este ítem en concreto como inamovible, cuando tengo un libro a medias desde hace años porque la vida capitalista me arrolla, pero también es verdad que me gusta poner en valor lo que se hace de forma altruista.

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Razones por las que dejaría de ser docente (y una razón por la que será mi trabajo para siempre)

Aunque es algo que he repetido en muchas ocasiones, no está de más decir que yo he sido traductor casi de casualidad, porque yo lo que siempre he querido ha sido ser profesor. Traducir se convirtió, por así decirlo, en una transición necesaria, por la que tuve que pasar para que la vida me pusiera de nuevo en mi lugar. Al final, llevo años enseñando, prácticamente desde antes que me dedicara a traducir, y es precisamente el puesto al que espero optar durante el resto de mi vida laboral.

La cosa es que no es fácil. Como veremos en este artículo, parte de la serie «Razones» que llevo escribiendo desde hace ya unos años (como las de trabajar como autónomo, trabajar con academias, opositar o pedir cartas de recomendación), el ambiente laboral actual nos pone zancadillas de forma continuada a los que queremos trabajar como docentes, ya sea por dinero, por dificultad de estabilidad o, simplemente, porque no hay trabajo relacionado con la enseñanza.

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Sobre los fracasos y las victorias

Voy a contar una historia que necesito para poner en contexto el resto de acciones que se vienen, que se van y que nunca vendrán, y es que estoy acostumbrado al fracaso, al tropezón, pero estoy también acostumbrado a las autoexigencias que pueden o no llevarme a rascar alguna victoria. La cuestión es: ¿vale la pena quemarse hasta el punto de perder la salud, la pasión, o, simplemente, el tiempo?

Sea como fuere, lo primero que debo admitir, y antes de seguir escribiendo, es que llevo en terapia ya un tiempo debido a, precisamente, esa sensación de cansancio por tener una voz demasiado crítica y poco comprensiva conmigo mismo, a la vez que me sigo autoexigiendo de manera muy directa e, incluso, demasiado violenta, sin tener en cuenta el contexto, cómo me encuentro, o si de verdad me apetece hacer algo.

Precisamente este contexto es el que me ha hecho darme cuenta de que quizás embarcarme en ciertos proyectos, como las oposiciones, es algo que no me apetece, o que no es el momento, o que quizás el momento ya ha pasado. El pensamiento intrusivo de que se está haciendo algo que no cuadra con nuestro estado de ánimo o nuestros objetivos a corto o a medio plazo, o que seguramente no dé los resultados que esperamos, es una tarea muy cansada. Y, claro, uno acaba exhausto.

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Las cosas, claras y las oposiciones, espesas

Hace unos días, y con motivo del inicio de esta «temporada», decía que había momentos en la vida en los que había que elegir, en los que había que presentar soluciones y poner cartas sobre la mesa que en ningún otro momento nos habríamos propuesto jugar. Y he llegado a los treinta con una mano con la que no estoy muy convencido o, diciéndolo de otra forma —y siguiendo con la metáfora de las cartas—, creo que no estoy jugando una buena partida porque las normas del juego se me resisten. Y es que me encanta la docencia, está claro, pero ¿quiero seguir opositando?

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Y llegaron los treinta

Revisando mis notas, me he dado cuenta de que hace justo cinco años pasaba por un momento de «crisis». Justo cumplía 25 años, y estaba en una bifurcación imaginada (e imaginaria) que me hizo decantarme por un camino concreto a nivel profesional. No lo sabía entonces, pero también estaba construyendo un andamio para cambiar mi vida también en el aspecto personal.

Parece ser que tomamos (o tomo, así, en primera persona del singular) ciertos aspectos de la vida, como los momentos de crisis, para intentar buscar soluciones que ni llegaríamos a considerar en momentos normales de la vida, y es ahí cuando entra en juego también la suerte, el destino, y otras cosas en las que se puede creer (o no) para justificar lo que nos está pasando.

Sea como fuere, hoy se cumplen siete años (no treinta, que esos los cumplí yo hace unos meses), con una ilusión renovada por escribir, en general, y hablar de mi profesión y de mis aficiones, en particular, en este pequeño diario de a bordo que no pretende ser más que eso: un lugar donde volver y ver de dónde vengo, y vislumbrar (¿por qué no?) adónde voy.

Entre la burrocracia y la titulitis

Durante mi época como técnico de formación, en la que una de mis labores era coordinar el equipo de tutorización y los cursos que tenían asignados, me di cuenta de una cosa que luego he podido comprobar en otros entornos: España está enferma. ¿Diagnóstico? Titulitis aguda. ¿Síntomas? Exigencia de unos títulos determinados para ejercer puestos no cualificados.

Y digo que está enferma porque hay ciertos puestos para los que la formación (o, mejor dicho, cierta formación) no es tan importante. Conozco a personas que han trabajado en puestos similares a los que gestioné que no tenían una formación específica o relacionada con el puesto de tutor, pero que sí que tenían otros factores que eran importantes para llevar a cabo el trabajo de forma solvente, como la experiencia profesional o certificados de idiomas.

En este caso, todos los candidatos que podrían llegar a formar parte de este proyecto tenían que tener una serie de formación relacionada con los idiomas bastante alta o ser nativos (aunque ya sabemos que no siempre funciona correctamente), además de tener formación específica relacionada con la docencia. Al final, era un aspecto burocrático más (o «burrocrático», como decía yo) que nos restaba tiempo a las personas que estábamos detrás del proyecto en búsqueda de personal, que nos podía sorprender en los días previos a los inicios de las formaciones y que nos podía, incluso, tumbar grupos enteros de alumnos que estaban esperando pacientemente su formación. La pregunta es: ¿es necesario este filtro tan exhaustivo y exigente para personas que pueden hacer perfectamente su labor sin tener un título específico?

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