La tele está a un volumen lo suficientemente alto como para sentirme acompañado, pero lo suficientemente bajo como para que no me moleste y pueda dormir. El libro que estoy leyendo —joder, cómo echaba de menos leer— ya descansa en la mesita de noche, y el ventilador está a tope. Y ahora toca el ritual de siempre: pensar en lo que he hecho en el día, dar unas cuantas vueltas en la cama para encontrar la posición perfecta y, una vez dispuesta, empezar a soñar.
Qué chulo es soñar. Es como viajar, como experimentar cosas nuevas, como ver una película a la que no puedes darle a rebobinar. Y aquí, mientras pienso en lo que he hecho en el día, busco la posición perfecta y me dispongo a soñar, me doy cuenta de que tampoco se diferencia tanto a vivir, ¿no?