Conexiones | Capítulo 01: Treintena

No me podía creer que estuviera haciendo la maleta de madrugada, con lo mucho que lo odiaba. Había dejado un par de lavadoras que esperaba que se secaran a tiempo —no lo hicieron—, así que tuve que improvisar sobre la marcha y meter, a regañadientes, unas cuantas camisetas que no sabía si me quedarían bien, porque hacía mucho tiempo que no me las ponía. «Pero mira que son feas», decía, mientras las tiraba a mala manera.

Sabía perfectamente que mi enfado no iba precisamente por la ropa mojada. Ni de coña. Sabía perfectamente que mi enfado tenía nombres y apellidos: Martín Beltrán Lara. Los míos, vaya. Y es que me estaba empezando a caer muy, pero que muy mal.

Hacía seis años que estaba soltero. Decía que no era por gusto, que era por necesidad, pero solo convencía a los demás con mi discurso. Yo sabía muy bien que había algo más. Es verdad que había pasado muchísimos baches y había sorteado muchos obstáculos en mis relaciones personales, pero ese «descanso» no era algo… ¿normal?

De hecho, mientras llevaba a bandazos la maleta con esas camisetas horribles y con las ganas de llorar a punto de hacer su aparición estelar, me dio por pensar en él. Ay, Alonso, qué lástima. Qué bien habría estado lo nuestro si yo no fuera tan gilipollas. Qué lástima me dio dejar nuestro apartamento en La Latina. Mira que lo teníamos bonito.

Mira que el tío se lo curraba, pero yo siempre le buscaba las cosquillas al destino para no ceder, para no dejarme llevar, como si en el amor, en la vida o en la muerte de pudieran evitar el sentido de las cosas. Y estaba claro que antes de Alonso había habido otros, y que yo también había estado en su lugar: haciendo lo posible por que alguien se diera cuenta de que yo era ese alguien especial que me estaba buscando.

Y eso es lo que más rabia me daba: el problema de todo lo que me había estado pasando era yo mismo, mis ganas de amar y ser amado de una forma perfecta y superior… como si eso existiera.

Me fui directo a Atocha en el primer taxi que vi. Le hice la señal y se paró justo delante. Me abrió el maletero y metí la única maleta con la que volvía a casa a celebrar mi cumpleaños. «Joder, ya han llegado los treinta», pensé.

Volver a casa era un mal trago por el que había que pasar. Mi relación no era la mejor con mi madre, a pesar de que ahora que mi padre ya no estaba en la ecuación, y mi hermana, Maca, estaba demasiado centrada en sus recién nacidos mellizos y su casa de ensueño como para que nuestra relación pasara de la más estricta cordialidad. Pero ¿cómo iba a pasar mi cumpleaños en una ciudad que detestaba, con la única persona que realmente me ha demostrado que quería estar conmigo de una forma sana y cómplice?

Me da la sensación de que a veces nos ponemos esas zancadillas para seguir nuestras narrativas: las que hemos creado y las que nos hemos creído. Y a mí siempre me ha dado mucho miedo dejarme llevar en el amor. ¡Normal! Si es que solo me han hecho daño…

Llegué a Atocha. No eran ni las 5 de la mañana. Alonso me llamó dos veces. No se lo cogí. Le escribí un WhatsApp: «Hablamos cuando vuelva». Luego, procedí a bloquearle. No quería que me dijera nada. Estaba a un simple ruego de volver… Pero ¿era lo que quería de verdad? ¿Quería a Alonso o simplemente me gustaba ser querido, y eso me daba miedo? ¿Las conexiones son tan difíciles de gestionar?

Fui a la primera cafetería que vi abierta. Me compré un trozo de bizcocho que costó casi tan caro como el billete de tren comprado a última hora que me llevaría a casa, y solo pude decir: «Cumpleaños feliz, Martín», a lo que contesté, yo mismo y entre dientes, «aunque este año te estás luciendo».

CONEXIONES | Capítulo 02: Encuentros

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