Conexiones | Capítulo 02: Encuentros

Hace ya bastante que digo una frase para resumir la vida, y si bien ha cambiado algo en su estructura, podría decir que es una suma de encuentros, desencuentros y reencuentros

Todavía no me había encontrado con Mario, mi primer novio, cuando se me ocurrió. Siempre me ha gustado escribir, aunque jamás pensé que me ganaría la vida así. ¡Y qué alegría me dieron cuando recibí la propuesta de publicar mi manuscrito!

Pero todavía no hemos llegado. Tenemos que volver diez años atrás en el tiempo, justo cuando iba a empezar segundo de Periodismo y mi coche, un Citroën Saxo del 97, decidió dejarme tirado a 1 km de la universidad. Iba a hacer una recuperación de una asignatura que se me había atragantado en el primer cuatrimestre, pero es que había prestado muy poca atención al profesor y demasiada a explorar la vida universitaria: un poco de alcohol, sexo de vez en cuando y nada de rock and roll, que lo que se pinchaba en los bares era reggaetón.

La cosa era que no me podía permitir quedarme tirado, con la noche de mierda que me había pegado repasando los apuntes mal escritos durante los meses de invierno, no sé si por lo poco que me interesaba o por el frío que hacía en las clases, y decidí caminar hacia la facultad. Allí, como muchos otros, me presenté al examen más ridículo de toda la carrera: el profesor nos dijo que, solo por haber ido, ya estábamos aprobados, que confiaba mucho en que no queríamos hacerle perder el tiempo y que seguro que habíamos estudiado durante todo el verano.

—Pero quien quiera sacar más de un 5, que venga conmigo a mi despacho —dijo en voz alta—.

Solamente quedamos Sara, una de mis mejores amigas, y yo, simplemente por el hecho de que queríamos pedir becas y no sabíamos a ciencia cierta si la nota servía para algo o no. Y también porque el efecto de las bebidas energéticas me hizo sentirme más valiente de lo que soy normalmente con todo lo que tiene que ver con la educación. Sara entró primero, ya que era la primera de la lista.

—Alcácer, pase —dijo el profesor—.

Sara entró y, para mi sorpresa, no duró ni un minuto dentro. Salió con una sonrisa de oreja a oreja, pero no me confesó el motivo de su alegría. Se despidió con un beso y me dijo que se volvía a estudiar. Si yo había pasado el año con gracia y había esquivado los suspensos, mi amiga decidió tirarse a la piscina con las faltas de asistencia, las reuniones en la cafetería y los jueves en el centro, así que no me sorprendía para nada que tuviera que seguir estudiando, a pesar de que casi empezaba ya el primer cuatrimestre de nuestro segundo año.

—Beltrán, adelante —me llamó el profesor desde dentro—.

Justo cuando mencionó mi apellido, el efecto de los RedBull que me había tomado durante la noche estaba en su auge máximo. Me sentía capaz de todo y quería demostrarle al profesor que no solo tenía muchas ganas de aprobar, sino que también quería sacar buena nota en su asignatura.

—Haga el favor de sentarse —me indicó la silla que tenía justo delante de su mesa—. ¿Cómo ha pasado el verano?

—Pues bien, la verdad.

La verdad es que no había pasado un mal verano. Había disfrutado con mis amigos antes de que cada uno se fuera a sus respectivas ciudades o disfrutaran de las vacaciones con sus familias, pero también había hecho lo propio por mi cuenta. Había estado conociendo a un par de chicos, y, si bien me lo había pasando bien con ellos, no había trascendido a nada más que lo puramente carnal.

Volviendo al examen, que era de Derecho de la Información y de la Comunicación, el profesor me formuló una sola pregunta:

—¿Cuántas unidades te has estudiado, Martín?

—Si le digo la verdad… —comencé, con un tono casi de disculpa— Solo me sé dos. Las otras tres se me están olvidando.

—Pues tiene usted un 7. Ya puede irse usted a la cafetería o donde considere.

No me lo podía creer. Me quedé con las ganas de decirle lo que sabía. Es verdad que solo eran un par de temas los que conocía, pero imaginaba que me daría a elegir. Me levanté, solté un «muchas gracias» y me fui. La verdad es que me dieron ganas de llorar, pero también me sentí muy afortunado. No sabía si el modo automático de las bebidas energéticas me había ayudado o no.

Sea como fuere, me subí al autobús y me acerqué a donde había dejado el coche. Con la tranquilidad de haber hecho el examen, ya pude llamar al seguro y a la grúa. Llevaron el coche (y a mí, claro) a un taller que estaba cerca de mi casa. Me dijeron que hasta el lunes de la siguiente semana no lo tendría disponible, así que, una vez solucionado ese tema, llegué a mi casa.

Pasado el efecto de la tensión del examen y del coche estropeado, me vine abajo. Me metí en la cama con la sensación de atropello de haber pasado casi 24 horas despierto. Evidentemente, dormí todo el día. Por suerte, mis padres estaban de vacaciones y mi hermana estaba de viaje con sus amigas, así que tenía la casa para mí solo.

Después de comer algo, decidí que era hora de ponerme al día con mi vida social. Como todos mis amigos estaban o fuera de mi ciudad o estudiando para los exámenes que les faltaban, decidí hacer algo que me pareció una tontería incluso cuando se me pasó por la cabeza: probar suerte en una red de contactos.

Visité cientos de perfiles y ninguno me parecía interesante. La verdad es que, a pesar del desvelo obvio de haber dormido todo el día, me aburrí bastante: perfiles vacíos, conversaciones muy triviales y objetivos sin definir. Estuve a punto de desconectarme cuando ocurrió algo inesperado: hice match con Mario.

Todo me llamó la atención de él. Tenía 25 años, trabajaba como informático, pero era guitarrista en Nuts, el grupo que tocaba en El Bucle, uno de los bares donde solía ir con mis amigos, y por las fotos y mensajes que nos intercambiamos parecía una persona auténtica y agradable. Nos quedamos hasta por la mañana compartiendo mensajes, hablando de nuestras películas favoritas, de qué nos gustaba hacer y, evidentemente, de cómo nos había ido en el amor.

Lo mío era lo más sencillo: nunca había tenido nada serio, siempre me había sentido rechazado, aunque hubiera tenido algún que otro escarceo insignificante. Él, por otra parte, salía de una relación bastante tormentosa. «Quiero tomármelo con calma», decía, pero sentía, como según la noche iba pasando, que esa calma se convertía en algo que a mí me llamaba mucho: las ganas.

—Oye, Martín…

—Dime.

—Toco el viernes en El Bucle y termino prontito. ¿Qué te parece que nos tomemos algo, y así nos conocemos?

La conversación solo daba para una respuesta posible: «por supuesto que sí». Pero también para otra, que nada tenía que ver con nuestra cita: «debería irme a la cama». Nos habíamos tirado toda la noche hablando, tecleando, esperando una respuesta y disfrutando de cada pregunta. Al final, ni nos habíamos dado cuenta de que los primeros rayos de luz entraban por la ventana.

Nos despedimos y quedamos para el viernes, sin dejar la comunicación durante esos días. Nos dimos los teléfonos y me sentí adolescente de nuevo, con mariposillas en el estómago y con ganas de que me hablara. Fueron cuatro días de charlas por el teléfono hasta las tantas de la noche… hasta que llegó el viernes.

Entré en El Bucle con muchísimos nervios. Al fin y al cabo, habíamos quedado justo después del concierto, por lo que no esperaba comunicación alguna antes de nuestra cita. Pero me llegó un mensaje: «Qué guapo estás, me vas a poner muy nervioso».

Miré alrededor. Vi unos ojos a través de la oscuridad del local, justo cerca del escenario, que me regalaron un guiño: allí estaba Mario. Si él estaba nervioso simplemente por verme, yo me derretí con aquel guiño.

El concierto fue genial. Su grupo, Nuts, tocaba versiones pop-rock de grupos españoles e internacionales, pero también tocaron algunas canciones propias que querían incluir en su álbum debut. «Eso si hay algún sordo en las discográficas», bromeaba Mario, como puntilla al comentario de Pablo, el cantante principal. Todos nos reímos.

Cuando terminó el concierto, El Bucle se vació. Los camareros me pidieron que me quedara fuera esperando, pero Mario los escuchó: «Viene conmigo». Me quedé un rato más en la barra, esperando a que terminara de recoger.

Mario se acercó a mí de forma tímida, casi como lo que éramos: dos completos desconocidos. Me dio un beso en la mejilla, que le correspondí, y un abrazo:

—Estaba deseando conocerte.

—Y yo a ti.

No pude evitar sonreír. Me dijo que le esperara un poco más, que estaba a punto de terminar, y que había preparado una cita muy chula para que la disfrutáramos los dos. Me quedé un buen rato esperando en la pista de El Bucle, ahora vacía, para darme cuenta de lo grande que era el local y lo lleno que estaba. Era curioso cómo jamás me había encontrado con un grupo que llenaba de forma habitual el local que frecuentaba… Las cosas de la vida, supongo.

Mario me llevó a una hamburguesería cerca del local, y decidimos comer algo rápido para poder ir a tomarnos una cerveza a un bar que estaba al final de la calle. Para ser viernes, la calle estaba bastante vacía, pero suponía que era porque había algún tipo de evento universitario del que no me había enterado, pero fue perfecto: aproveché cada momento para conocer más a Mario, ver que encajábamos en muchísimas cosas de la vida, y también para ver que las mariposillas que habían estado durante los días anteriores no se me pasaban.

—¿Y eres más de playa o de montaña?

—Si te digo la verdad, de ninguna de las dos —dije, aguantando un poco una carcajada—. Odio la playa, porque me quemo, pero la montaña no es que me haga especial ilusión.

—Entonces me parece que no te gustará el final de nuestra cita…

—¿Y eso?

—Había planeado ir a una playa, que nos queda cerca, y ver las estrellas desde allí —me explicó, de forma tímida—. Creía que sería bonito, la verdad.

No pude evitarlo: me lancé a darle un beso. La verdad es que no sabía cómo iba a recibirlo Mario, pero por su sonrisa justo después de haberlo hecho me dijo que sí que le había gustado. «Que sepas que te has adelantado», me dijo.

Cogimos nuestras cosas y nos montamos en su coche. Nos acercamos a la playa a la que se refería, que estaba a unos 15 minutos del centro, y es verdad que hacía una noche increíble. Había traído una toalla gigantesca, y una manta para poder taparnos.

Huelga decir que ver las estrellas, aunque fue precioso, no fue la principal actividad que hicimos: no paramos de besarnos, de abrazarnos, de tocarnos, de sentirnos. Al final, como en nuestras charlas a través del ordenador, y luego del teléfono, se nos hizo de día.

Aún no lo sabía, pero me había encontrado una de las historias más intensas que viviría durante mi vida, en la que hubo alma, corazón y también mucho dolor… pero no adelantemos acontecimientos.

CONEXIONES | Capítulo 03: Amarneceres

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