Conexiones | Capítulo 03: Amarneceres

Las cosas con Mario iban de maravilla. Tenía la sensación de estar viviendo algo increíble con este chico. Supongo que, en parte, era porque nunca había tenido ninguna relación formal y, aunque esta tampoco lo era (todavía no nos habíamos pedido salir), las cosas iban rodando. Dormíamos juntos, desayunábamos juntos e, incluso, soñábamos qué queríamos sacar de todo esto. Pero estaba claro que había una mano fantasma que sujetaba el freno de mano y que nos impedía acelerar, que era la relación de la cual acababa de salir Mario.

Es verdad que yo no tenía ninguna intención de que las cosas fueran más deprisa, pero sí necesitaba saber que no estaba perdiendo el tiempo. Me sentía con esa presión en el pecho que solo sienten aquellos que saben que tienen algo que perder, como si de un concurso se tratara y no las tuviera todas conmigo a la hora de responder la pregunta del bote final. Sin embargo, y como decía, yo sentía también que las cosas nos iban bien así.

Además, es curioso que los dos fuéramos artistas, cada uno a su nivel, claro. A mí me apasionaba escribir, y compartí con él algunos extractos que luego presentaría a concursos (e, incluso, a una editorial pequeña); él, por su parte, me enseñaba melodías y letras de algunas canciones que quería grabar para subirlas a YouTube o a alguna plataforma del estilo. «Lo de las maquetas ya está un poco anticuado», me dijo.

Después de tanto tiempo sintiendo el rechazo general del mundo (por mi físico, por mi orientación sexual o, incluso, por mis valores), el hecho de que Mario me tratara bien me daba alas para sentirme valorado, querido y deseado. Para mí era algo nuevo, pero no quería dejar de pasar esa emoción del principio: quería disfrutarlo al máximo, emocionarme y aprovecharme de la novedad de este sentimiento.

Precisamente por esa sencilla razón, porque me gustaba sentirme bien conmigo mismo, y también disfrutaba tantísimo de lo que estaba pasando con Mario, alguna que otra noche la pasaba en vela. Junto a él, en una cama un poco más grande que una individual, me di cuenta de que, precisamente porque atesoraba tantísimo esta nueva sensación, entraban otras emociones en juego, como la ansiedad o el miedo. Me daba miedo de perder esto, me daba incluso apuro expresar todo lo que me pasaba por la cabeza. «Que tampoco sois nada», me autoconvencía.

Pasaron las semanas y cada vez era mayor el tiempo que pasábamos juntos. Y no solo en su casa, que compartía con dos compañeros de piso fantasma, sino también con sus amigos e, incluso, con su familia. Una vez, su hermana pasaba por la ciudad y aprovechó para presentarme. «Este es Martín», dijo. Sin apellidos: ni «novio», ni «pareja». Nada.

En ese momento de mi vida —recordemos: tenía solo 19 años—, me dio un poco de rabia. Era como no darme el espacio que creía que me merecía… pero ¿qué espacio me merecía realmente? ¿Era suficiente con el que me estaba dando? ¿Es que habíamos hablado? ¿Habíamos tenido alguna conversación? ¿Habíamos dicho qué queríamos el uno del otro? ¿No estaba respetando su duelo, después de una relación? ¿Qué estaba pasando realmente?

Todas esas preguntas tuvieron respuesta una noche de octubre, con unas temperaturas un poco más bajas que de costumbre. Se acercaba el cambio de hora, y era algo que me trastocaba (y, de hecho, me sigue trastocando) los horarios. Me daba por dormir de más o de menos, según la época, pero en ese momento, en el que me preocupaba toda la situación con Mario, me dio por no dormir.

Esa noche no pude compartir cama con él. Estaba un tanto angustiado, necesitaba respuestas, pero me daba mucho miedo hacer las preguntas. Me fui a la terraza. En ella, uno de sus compañeros había metido un sofá casi a presión sobre una de las paredes, y quedaba una zona chill-out bastante bonita e improvisada. Me senté a leer algo, para ver si desconectando podía descansar algo del runrún general de mi cabeza. No duré ni tres páginas y caí redondo.

Mario se levantó casi al alba. Me buscó por la casa y me encontró en la terraza, acurrucado y con el libro tirado en el suelo. Luego me confesó que me vio tan indefenso, tan vulnerable y tan bonito que pensó las palabras que luego nos diríamos mil veces, ya fuera al amanecer o por la noche. Unas palabras que parecían inalcanzables en algunos estadios previos a esa noche, pero que, evidentemente llegaron: «te quiero».

CONEXIONES | Capítulo 04: Adicciones

Deja un comentario