
Necesitaba respuestas, así que hice las preguntas que hacía falta hacer: qué somos, dónde queremos ir, qué vamos a hacer. Y todas tuvieron la correspondiente contestación: Mario y yo éramos novios oficialmente, y al final estábamos los dos apostando por el otro sin tener un destino realmente fijo más allá del seguir conociéndonos, disfrutar el uno del otro, hacernos compañía… Y querernos, claro está. Era algo que se daba prácticamente por hecho.
En ese momento, con tan solo diecinueve años, no estaba totalmente cómodo conmigo mismo, no solo a nivel personal, sino también en cuanto a mi orientación sexual. Aún me quedaban algunos escalones antes de la liberación total que conseguiría unos años después, por lo que había gente a la que ocultaba mi homosexualidad; entre ellas, a mi padre, con el que no tenía muy buena relación entonces y que jamás mejoraría. Aun así, en ese momento, sentía que le debía un cierto respeto… y decidí esconderme una vez más.
Justificaba mis noches con Mario con jornadas interminables en la biblioteca, trabajos en grupo o, simplemente, salidas con los amigos. Tampoco es que mi padre fuera a investigar mucho más. Aunque no teníamos una buena relación, sí que se fiaba de mí y de mi criterio, así que tampoco indagó. A lo mejor, con la vista puesta en este episodio de mi vida, en el que yo sentía que no sabía quién era realmente su hijo, esperaba precisamente lo contrario: que hiciera lo posible por descubrirlo. Pero jamás pasó.
Al final, yo estaba improvisando un poco. No solo nunca había tenido novio, sino que, además, tampoco me había escondido durante tanto tiempo ante una persona de forma exclusiva. Antes me había puesto la máscara delante de todo el mundo, pero cuando se lo dije a mi madre, a mi hermana y a mis tías, al igual que a mis amigos, ya tuve que disimular menos… y me sentía más cómodo siendo yo mismo, como era de esperar.
La cuestión era que con Mario estaba yendo todo bastante bien. La relación iba muy bien, la estaba disfrutando al máximo y también me estaba esforzando en hacer malabares con la universidad, aunque, sinceramente, a veces tomaba la decisión errónea de saltarme las clases por estar un par de horas más con Mario.
No quería aceptarlo, pero me estaba enganchando. Mucho. Mario lo era todo para mí, quería invertir cada segundo que tuviera libre con él. Quería seguir soñando con las cosas bonitas que nos pudieran pasar y seguir disfrutando de las que ya estaban ocurriendo. Hasta que llegó el concierto de Nuts en Granada.
Granada era una ciudad increíble, aunque jamás la había visitado. Mario me comentó que su grupo y él tenían un bolo en Granada y que, como estaban todos sus amigos invitados, esperaba mi presencia para apoyarle. «Está claro que estaré en primera fila», le dije. El grupo estaba intentando salir de la ciudad para poder tocar en otras partes y así tener más bolos y poder, una vez hubieran reunido el suficiente dinero, sacar su propia música.
Nos montamos en el coche el viernes, justo después de terminar el examen que tenía ese mismo día, y nos pusimos rumbo a Granada. Allí nos quedaríamos en una casa que unos amigos suyos tenían cerca de donde tocaban. Nos quedaríamos en la casa Mario y yo, además de todo el grupo (Ana, la bajista; Juan, el batería; Lucas, el teclista; y Pedro, el cantante) y sus dos amigos, Óscar y Marina.
Era una casa con el suficiente espacio como para pasar todo el finde allí, y la verdad, era algo que me apetecía. Justo estábamos a punto de entrar en el segundo cuatrimestre de la universidad y, con mis escapadas prácticamente a diario, se me había hecho un poco cuesta arriba no solo el aprobar los exámenes, sino ya el simple hecho de tener la rutina de ponerme a estudiar.
Sea como fuere, era hora de pasar un fin de semana de desconexión con Mario y sus amigos, apoyarle en su primer bolo fuera de la ciudad y disfrutar de la compañía. Nada más llegar a la casa, Óscar y Marina, nuestros anfitriones, nos indicaron nuestro dormitorio. Dejamos las maletas, nos duchamos y nos fuimos directamente al bar donde tocaban, Sala Oporto.
Después de hacer las pruebas de sonido correspondientes, el bar anunció que abrían las puertas. Se llenó de repente, aunque era normal, pues era fin de semana. Vinieron algunos amigos míos de la zona, a los que avisé para que disfrutaran de la música de Mario. «Os va a encantar», les advertí.
Le noté nervioso, incluso torpe, cuando se subió al escenario y cogió la guitarra. Sabía que estaba entusiasmado, y esa emoción era verdaderamente contagiosa. Yo llevaba de los nervios bastantes días antes del gran día, así que entendí que él estaba incluso peor. Pero quien sí que iba bastante emocionado, incluso diría que demasiado eufórico, era Lucas.
Tocaba las teclas de una manera muy caótica y noté que gritaba más de la cuenta en los coros. Tenía los ojos demasiado abiertos, y la sonrisa demasiado amplia. Mario se me quedó mirando en más de una ocasión, no sé si buscando ese apoyo que te dan las parejas o, simplemente, para saber si me daba cuenta de la situación. Hasta que llegó Marina:
—Menudo colocón lleva esta gente.
Todo encajó de repente. Había visto cómo Lucas había desaparecido justo antes del concierto y cómo Mario le acompañó un rato después. Justo antes de que empezaran los síntomas de que no estaban completamente en este plano. Fue la primera vez que vi a alguien puesto de cocaína, algo que repetiría algunas otras veces mientras trabajaba de camarero, pero no estamos hablando de esa historia.
Le levanté el pulgar a Mario, indicándole que todo estaba bien, pero no era así. Intenté disfrutar del concierto, dejarme llevar por la música, pero mi mente no dejaba de regresar al momento en el que me di cuenta de que mi novio estaba drogado. Siempre había sido reticente con las drogas, y con casi 20 años que tenía por entonces, todo me parecía un mundo, así que no pude evadirme lo suficiente. Se me notaba preocupado, ausente, decepcionado de alguna forma.
El concierto estaba a punto de terminar. Justo dejé de disociar por un momento cuando Marina me avisó de que Mario me quería decir algo desde el escenario.
—…y gracias a Martín, que me apoya, que me quiere y que me respeta. Te quiero. ¡Viva la música!
Todo el grupo se bajó del escenario, emocionados por haber terminado su primer bolo fuera de la ciudad. Estaban todos gritando, abrazándose entre sí, y Mario vino directo a mí. Me dio un beso apasionado, al que yo no supe responder adecuadamente. Viéndolo con perspectiva, estaba claro que se dio cuenta de que algo me pasaba.
—Ven, tenemos que hablar —me dijo con una voz que me pareció venir de muy lejos, a pesar de estar prácticamente gritándome en el oído—.
Me cogió de la mano y me llevó fuera del bar donde acababa de suceder todo.
—¿Estás bien?
—Sí, supongo. Creo que solo necesitaba respirar un poco.
Mario me miró fijamente. Sabía que tenía mucho más que decir. Justo antes de empezar a hablar, bajó la cabeza y, colocando su voz casi en un susurro, me dijo:
—Mira, sé que te has dado cuenta de que Lucas está colocado, pero no solo es él. Todos hemos tomado algo. Yo también.
Me quedé en silencio. Sabía el miedo que me daban las drogas. Esperé a que continuara su discurso.
—Me tomé un poco de MDMA antes de venir —admitió—. No quería decírtelo porque sabía que te ibas a preocupar… ¡pero es parte de mi trabajo, de mi vida como artista!
Sentí un nudo en el estómago. Sabía que Mario era un artista, que su vida necesitaba de este tipo de emociones para crear su música y sus composiciones, pero su confesión me dejó helado. Aunque todo estuviera medido y justificado, tal como me estaba repitiendo una y otra vez, no podía justificar el daño que se estaba haciendo… y, en parte, el daño que me estaba haciendo a mí.
No solo me había ocultado una parte que, para él, parecía indivisible, sino que también me hizo darme cuenta de algo más profundo: que todos los presentes en ese bar, disfrutando de la música y de la noche, teníamos nuestras adicciones. Para Mario, era la necesidad de sentir, de experimentar su vida al máximo, aunque eso significara alterar la realidad con las sustancias que tomara; sin embargo, para mí, la única adicción que tenía era él, y eso no podía acabar bien.
No recuerdo mucho del resto del fin de semana, además de cómo me puse la máscara durante el resto de la visita, haciendo como que nada de esto me importaba. Preferí guardarme el discurso porque sabía que no tenía razón. O que, simplemente, me era más cómodo callarme y esperar a que explotara por cualquier otra razón. Al fin y al cabo, yo quería a Mario, pero no podía dejar pasar cierto tipo de cosas.