
El viaje de vuelta a casa se me hizo largo e incómodo. Mientras más me acercaba a casa, más pensaba en las posibles conversaciones que podía tener con Mario, pero todas giraban en torno a la inevitable confrontación que nos esperaba. No tenía ganas de discutir con él, pero tampoco quería dejarme dentro todo lo que tenía que decirle. La mezcla de ansiedad y de anticipación me mantenía nervioso, incapaz de encontrarle sentido alguno a todo lo que estaba pasando.
Llegué a mi casa, me duché, dejé toda la ropa lista para lavar y me arreglé para visitar a Mario. Posiblemente, sería la última vez que nos viéramos, sabiendo cómo iba a ser nuestra conversación o viendo cómo había sido la última conversación que habíamos tenido.
Pegué en el timbre, y ni siquiera me esperó en la puerta. Abrió y se fue lentamente hacia el salón. La casa ya no me ofrecía la calidez que solía tener. Mario se sentó en una esquina del sofá, y esperaba que me sentara en el lado que quedaba libre. Tenía mal aspecto, como si no hubiera dormido en días o hubiera estado llorando; quizás, incluso, las dos opciones eran correctas.
—La he cagado, ¿no? —Mario rompió el silencio.
Me miró directamente a los ojos. Sentí como si me estuviera radiografiando todos los pensamientos, pero no me sentí incómodo ni violentado, como esperaba sentirme; de hecho, me dio bastante pena.
—No hace falta que contestes —continuó—. Sé que te he hecho daño, y lo siento más de lo que crees. No duermo desde esa puta llamada, no tengo ganas de trabajar ni de nada.
Empezó a llorar. Mi corazón quería abrazarle, pero mi cerebro me dijo que parara. Necesitaba seguir escuchando.
—Martín, te necesito. Sé que necesito cambiar y lo haré.
Sus palabras, con tantísima desesperación y tristeza, me golpearon como un puñetazo en el estómago. Sentía una confusa mezcla de pena, lástima y compasión. Quería besarle y consolarle pero, al mismo tiempo, quería gritarle y pegarle por todo lo que me había hecho sentir.
Respiré hondo, buscando una calma que no estaba presente. Sabía que tenía que tomar una decisión, una que definiera nuestro futuro. Mario me había dejado con la pelota en mi tejado, así que ahora tenía que actuar. Lo miré directamente a los ojos, viendo en él una dualidad que había tardado en entender: era a quien quería, pero también quien me había hecho tanto daño.
—Mario… yo no puedo seguir así. No es sano ni para ti ni para mí aguantar este tipo de situaciones —dije, con la voz temblorosa—. Si te sirve de algo, te perdono. Lo que dijiste la otra noche era fruto del pánico o de la ira, sé que no eras tú.
Vi una chispa en sus ojos, una chispa de esperanza, aunque también algo de confusión y de incertidumbre.
—Y ya que estamos, creo que también me tengo que perdonar a mí mismo —continué—. Me pido perdón por el sufrimiento que sé que me voy a causar en los próximos meses. Me dices que vas a cambiar, pero el cambio ni será repentino ni será duradero. Sin embargo, te quiero, no puedo dejar de hacerlo…
Mario asintió y me pidió un abrazo. Accedí a dárselo. Nos pusimos los dos a llorar. Nos separamos y me cogió de las manos.
—Haré lo que sea —declaró, con la voz rota—. Iré a terapia, dejaré las drogas, lo que sea. Pero solo quiero una oportunidad más.
La verdad es que me conmovieron sus palabras, pero también me dieron mucho miedo. Sabía que el cambio no iba a ser fácil, y que las promesas hechas en un momento de desesperación eran más propensas a romperse; sin embargo, me tiré a la piscina, sin saber muy bien la profundidad del agua.
—Está bien —dije finalmente—. Nos damos una oportunidad más. Pero necesito ver cambios, Mario.
Me abrazó con fuerza y, por un momento, el peso de nuestros preocupaciones pareció ser más liviano. Sin embargo, el peso de lo que me esperaba iba a ser una gran prueba para los dos. Sería una lucha constante entre la lógica y el corazón, el amor y el dolor, la esperanza y el miedo. En ese momento, decidí aferrarme a la posibilidad de que pudiéramos superar todas las adversidades, aunque solo fuera por un poco más de tiempo.
Estaba claro que la batalla no había terminado, no estaba convencido de todo lo que había pasado pero, al menos, tuve la valentía de haberme enfrentado a todo lo que me asustaba de Mario, de mí y del amor que conocía hasta entonces.