
Todos los eneros siempre me proponía lo mismo: ponerme a dieta, ser un poco menos perezoso y escribir algo lo suficientemente bueno como para presentarme a concursos literarios. Era una especie de ritual que repetía con la esperanza de empezar el año con el pie derecho, de encontrar un sentido de propósito y renovación. Sin embargo, como siempre, mi inspiración romántica me llevaba por unos derroteros que no me gustaban. Lo que escribía cuando estaba con Mario no me gustaba, ya que no me parecía que tuviera la suficiente calidad.
Sentía que mis palabras, escritas en una prosa torpe y recargada, carecían de la profundidad y autenticidad que buscaba. Escribir con Mario en mi vida era como intentar guardar el cambio de marea en una botella. Las emociones eran tan intensas y caóticas que era difícil de plasmarlas en palabras de una forma coherente y hermosa. En cambio, cuando me había inspirado en otras personas de mi pasado, en historias ajenas o, simplemente, cuando estaba triste, las palabras fluían de una manera diferente, de una manera un poco más sincera y real.
Una tarde de enero, mientras hacía como que estudiaba, me senté frente al escritorio con la pantalla de Word en blanco. Había estado reflexionando mucho sobre mi relación con Mario, y viendo cómo había cambiado todo desde que tuvimos esa conversación; sin embargo, no había ido todo como esperaba. Mario me resultaba una sombra de lo que era. Ya no era como antes: dejó de ser tan atento, estaba como cohibido y también empezó a descuidarme en otros aspectos. Hacía tiempo que notaba cómo ya no me deseaba, que no quería que me metiera en su cama más allá que para calentársela en invierno.
La idea de dejar la relación resonaba con más fuerza. Estaba sufriendo, de nuevo, una montaña rusa de emociones que no podía parar y que no podía soportar más. Precisamente, esa frustración fue la que dirigió mi escritura durante los próximos meses, con un título provisional (y bastante irónico, ciertamente): «Drogas blandas y otros desastres».
Muchas veces escribir es terapéutico y, otras, sin embargo, parece que trata de adivinar el futuro. Dejar que mis pensamientos y emociones fluyeran sin ningún tipo de censura hicieron que acabara con un mensaje claro: «tengo que dejarlo con Mario». La frase resonaba en mi mente como un mantra, una verdad inevitable que había estado evitando.
Me armé de valor y comencé a escribir. Al leer todo lo que había escrito, me parecía una carta de despedida, una historia de amor y desamor, de esperanza y de desilusión, de lucha y de resignación; sin embargo, todo lo que mostraba esta historia era, en gran parte, una liberación.
Escribir sobre mi historia con Mario, sobre la euforia y la pasión del principio, y sobre las promesas y dolor del final, me pareció como si no hubiera vivido realmente lo que escribía, como si le debiera, en parte, cierto respeto a todo lo que habíamos vivido. De hecho, obvié muchos pasajes, bien porque mi mente decidió que era demasiado traumático, bien porque realmente no quería que la historia quedara manchada por un mal episodio.
A medida que avanzaba, sentía una mezcla de catarsis y tristeza. Estaba poniendo en palabras algo que había sido una parte fundamental de mi vida, algo que amaba pero que también me hacía daño. Pasé semanas escribiendo, sumergido en mis recuerdos y emociones. Cuando finalmente terminé, lo leí de nuevo, sintiendo cada palabra como un golpe en el corazón, pero también como un bálsamo. Era lo más honesto y auténtico que había escrito en mucho tiempo.
Decidí que presentaría esa historia a un concurso literario. No buscaba ganar, sino compartir mi verdad y mi experiencia. Tal vez alguien, en algún lugar, se sentiría identificado con mi historia y encontraría consuelo en mis palabras. O tal vez, simplemente, necesitaba liberarlo al mundo para poder seguir adelante.
Con el manuscrito listo y el corazón más ligero, me preparé para enfrentar lo que vendría. Sabía que hablar con Mario sería difícil, que romper con él sería una de las cosas más dolorosas que jamás haría. Pero también sabía que era necesario, que era la única manera de salvarme a mí mismo y encontrar la paz que tanto me hacía falta.
El día que decidí hablar con Mario, ya llegada la primavera, la lluvia ya no era la protagonista y el cielo mostraba tímidamente algunos rayos de sol. Me armé de valor y lo llamé, pidiéndole que nos viéramos esa noche. Cuando llegó a casa, aprovechando que mis padres no estaban, su mirada me mostró una mezcla de curiosidad y preocupación. Nos sentamos en el sofá, y respiré hondo antes de empezar.
—Esto es muy difícil, pero creo que es el momento—dije, tratando de mantener la voz firme—. Hay algo que necesito decirte, algo que he estado pensando mucho.
Sus ojos se oscurecieron ligeramente, y tomó mi mano, como si intentara prepararse para lo peor.
—Mario, han pasado muchas cosas en estos últimos meses, y me da la sensación de que, para que los dos estemos bien, tenemos que dejarlo —continué, sintiendo cómo las palabras se liberaban de mi pecho—. Esta relación nos está haciendo daño a los dos. No podemos seguir así.
Vi cómo la comprensión se reflejaba en su rostro, seguida por una tristeza profunda. Me soltó la mano y se llevó las suyas a la cara, frotándose los ojos como si intentara borrar las lágrimas que comenzaban a formarse.
—Lo sabía —dijo finalmente, su voz apenas un susurro—. En el fondo, siempre lo he sabido. Sabía que me dejarías…
Nos quedamos en silencio, permitiendo que el peso de nuestras palabras se asentara. No había gritos ni reproches, solo una aceptación dolorosa pero necesaria. Sabíamos que era el final de nuestra historia, pero también el comienzo de algo nuevo para los dos. Me pidió un abrazo, y nos fundimos en los brazos del otro.
Esa noche, después de que Mario se fuera, sentí una paz que no había experimentado en mucho tiempo. Sabía que el camino por delante no sería fácil, que habría días de soledad y noches de insomnio. Pero también sabía que había tomado la decisión correcta, y que mi historia con Mario, aunque dolorosa, había sido una parte fundamental de mi crecimiento.
Y así, con el manuscrito de «Drogas blandas y otros desastres» listo para ser enviado, y un corazón más ligero aunque aún dolido, me dispuse a enfrentar el futuro de otra manera. Ahora que ya nada me ataba a la ciudad, a lo mejor había que buscar otros destinos.