Conexiones | Capítulo 09: Reflejos

Siempre menciono que terminar la carrera fue, para mí, un punto de inflexión; sinceramente, creía que el hecho de que me centrara demasiado en Mario y muy poco en los estudios en segundo y tercero de carrera haría que me desencantara de los estudios. Pero no fue el caso. Al dejar mi relación, decidí reunir todas mis energías y utilizarlas en cosas que me beneficiaran.

El verano después de la graduación fue muy interesante. Tenía una idea muy fija, y era la de seguir disfrutando. En mi momento más hedonista, mis placeres estaban centrados en el cuerpo casi de manera exclusiva: salir a comer, salir a beber, salir a conocer a gente… y sí, seguía muy centrado en seguir saliendo a disfrutar de mi sexualidad.

Había momentos en los que me daba miedo el placer, no sé si por la moral judeo-cristiana que todo el mundo tiene programada en la cabeza o porque realmente siempre me había dado miedo que me pasara algo, ya no solo durante el acto, sino que hubiera algún tipo de problema o enfermedad derivada de algo que me hacía disfrutar tanto. Era muy cuidadoso, pero oye, nunca se sabe qué podía pasar.

Al final del verano, me propusieron un trabajo como gestor de estudiantes extranjeros en una academia de español en Sevilla. El puesto estaba bastante bien, solo trabajaba de mañana y cobraba un sueldo bastante decente. Además, mi relación con mi padre estaba llegando a un momento muy complicado, por lo que decidí poner tierra de por medio.

Los primeros meses en Sevilla fueron bastante diferentes, pero no tuve ninguna queja. Tuve la suerte de poder alquilar un apartamento en Triana para mí solo, y la academia me pillaba bastante cerca. Mis estudiantes, de todas partes del mundo, siempre tenían algo interesante que contarme y los días se me pasaban volando. Aunque ellos vinieran a aprender a España, al final yo también aprendía mucho de ellos. Pero llegaba el fin de semana y, como era de esperar, quería descubrir qué me deparaba la ciudad.

En Sevilla me sentía libre, y esta libertad me llevó a explorar las relaciones de una manera nueva y liberadora. Conocí a muchas personas, gente que se quedó y gente que solo hizo la visita correspondiente para saciar mis ganas de disfrutarme. Me sentía más en contacto conmigo mismo, con mis emociones y con mis deseos. Si bien algunos de estos deseos no duraban más que una sola noche, cada una me dejaba algún tipo de marca, de recuerdo, de lección.

En una de esas noches, conocí a Lorenzo. Era un treinteañero italiano que trabajaba como encargado de un restaurante donde celebramos el cumpleaños de Pablo, un compañero del trabajo. No paraba de mirarme, de atender nuestra mesa de forma exhaustiva. Se notaba la tensión cada vez que venía, y, por un momento, me sentí hasta incómodo de no poder gestionar la situación.

Su acento, su risa y la forma en la que le brillaban los ojos al hablar me cautivaron prácticamente de inmediato… y, por cómo me miraba de arriba abajo, y por la manera en la que no se separó de nuestra mesa al final de la noche, creo que yo también le gusté. Cuando mi grupo se levantó para marcharse, Lorenzo me pidió que me quedara. Y accedí.

Me quedé tomando una copa de vino junto a él en la mesa, mientras los camareros cerraban el restaurante. Me contó que era de Bari, que llevaba casi diez años en España y tan solo tres en Sevilla. Me dijo que le gustaban los chicos españoles. «Così, como tú», me dijo.

Salimos de allí para tomarnos una copa en el bar justo al lado, aunque tuvimos que fingir que el ambiente no era para nosotros para hacer lo que queríamos hacer, que era irnos directamente a la cama. Llegamos a su apartamento, un piso de tres habitaciones cerca de donde vivía yo. Éramos prácticamente vecinos y no nos habíamos cruzado.

Me invitó a sentarme en su sofá, mientras él sacaba otra botella de vino, aunque no llegó a abrirla. Empezamos a besarnos, a quitarnos la ropa, y fuimos directos a la cama. La conexión era increíble, nos mirábamos y parecía que ya nos conocíamos. Cada roce, cada beso, cada gota de sudor que caía de nuestras frentes parecía fabricado para el otro.

Esa noche, aunque no lo sabíamos, fue la primera vez que hicimos el amor. Meses después me lo confesaría: que desde el primer día sabía que algo había conectado entre los dos. Sin embargo, yo no estaba tan seguro. Sí, es verdad que sentía que algún puente había habido entre los dos, pero a pesar de las confidencias entre las sábanas, de los besos apasionados y de las ganas de contacto, yo estaba viviendo una época de autoconocimiento que suponía relaciones fugaces y necesidades meramente carnales.

Mientras Lorenzo dormía a mi lado esa noche, yo me levanté y me quedé mirándome en el espejo. Vi mi reflejo, desnudo y pensativo, y no pude evitar preguntarme si estaba listo para permitir que alguien entrara en mi vida de una manera que no fuera la superficial que estaba viviendo hasta entonces. La respuesta no era fácil, pero estaba claro que había pasado algo esa noche que no se podía pasar por alto.

Era evidente que algo había cambiado en mí cuando estaba frenando lo que sentía. Y sí, sentía esperanza, pero también un miedo horrible a que me hicieran daño. Quería disfrutar del presente y también dejar que las cosas fluyeran, pero necesitaba saber si de verdad había algo más que una ilusión rutilante. Pero no era momento de tener esa conversación, aunque fuera conmigo mismo: eran las 7 de la mañana, estaba cansado de tanta pasión, y esa noche decidí volver a la cama y dormir abrazado a Lorenzo, sin saber muy bien qué me esperaba con él, más allá de lo que ya habíamos vivido juntos.

CONEXIONES | Capítulo 10: Horizontes

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