
La relación con Lorenzo estaba siendo un autodescubrimiento en toda regla. A través de él, aprendí a ser más abierto y honesto conmigo mismo. Me di cuenta de que estaba dejándome llevar por la situación. A diferencia de cuando estaba con Mario, que necesitaba dejarlo todo claro desde un principio, con esta relación me di cuenta de que no necesitaba apresurarme ni forzar nada. Podía disfrutar de lo que estábamos teniendo, y no de lo que podíamos llegar a tener.
Conforme pasaban los meses, Lorenzo y yo nos acercábamos más. Si bien existían muchas diferencias, muchas basadas en la diferencia de edad y de niveles de experiencia frente a la vida, nos enriquecíamos el uno al otro y crecíamos a muchos niveles. Lorenzo se convirtió en el apoyo y confidente que necesitaba, alguien en quien podía confiar plenamente.
El tiempo pasaba como si fuera una nube, y llegó el verano. Sevilla se llenó de turistas de vacaciones, y tanto Lorenzo como yo teníamos mucho trabajo: yo, con mis estudiantes de español, que aprovechaban la época estival para aprender la lengua de Cervantes; Lorenzo, por otro lado, tenía muchísimo trabajo en el restaurante, y más aún debido a que tuvo diferentes bajas por distintos motivos.
En ese momento, me sentí un poco responsable de su bienestar y, por no darle más dolores de cabeza innecesarios, me ofrecí como voluntario para echarle una mano los fines de semana. Los turnos eran horribles, pero así nos podíamos ver algo más. Ver cómo trabajaba también me hacía conocerlo un poco mejor: cómo sonreía a los clientes, cómo introducía palabras en italiano para hacerles ver que realmente era extranjero (como hizo conmigo en la primera noche que nos conocimos), o cómo servía a todo el mundo con ganas, a pesar de saber que tenía mil cosas en la cabeza.
Para cuando dejaba el trabajo, había que hacer el dolce far niente; es decir, no hacer nada de nada, dedicarse tiempo a uno mismo, a descansar. Las tardes de cine en casa, las cenas por turnos (unas veces, cocinaba él; otras, yo) y la compañía del otro. Todo era más que suficiente como para poder disfrutar del poco tiempo que nos teníamos el uno al otro.
El verano pasó, el calor cedió un poco y coincidimos en las vacaciones. Fuimos a casa, a poder presentarle a mi madre y a mi hermana —mi padre no apareció porque no le avisé—, y también a disfrutar unos días en la playa. Le enseñé mi ciudad, mis lugares preferidos y también dónde me inspiraba para escribir. Porque sí: estar con Lorenzo me hacía escribir, y mucho.
Presenté diferentes escritos a concursos literarios («Una raya en el agua», «Se cierra el telón» y «La muda»), y todos quedaron en bastante buen puesto, pero hubo un relato que tuve que continuar. Un escrito que no dejaba de inspirarme y tuve que continuar hasta terminarlo. Un escrito que se llamaba «Horizontes» y que era una recopilación de historias de amor, de desamor y de cómo había vivido todos esos encuentros. Al final, era un reflejo fiel a mi yo del último año, y quería escribir este ¿libro? para recordarme cómo había sido.
Pero ya no era así. Lorenzo me estaba cambiando, me estaba dando ganas de tirarme a la piscina. Y con la ilusión del inicio de la relación, aunque lleváramos casi cuatro meses, decidí contarle, en confianza, lo que estaba haciendo: escribir sobre mis escarceos en el año que pasó entre que dejé a Mario y empecé con él.
Su respuesta fue algo que no me esperaba. «¿Hablas de cómo te tirabas a tíos sin parar? ¿Y crees que es interesante?», me preguntó, con la ironía justa como para no ser impertinente, pero con la suficiente acidez como para saber que estaba queriendo ser desagradable. «Mañana voy a publicar en Instagram que me acosté con 11 tíos un fin de semana, a ver cómo reacciona la gente», siguió con su discurso irónico.
Algo se me escapaba, y es que era la primera vez que compartía con Lorenzo que escribía. Si bien con Mario era algo natural hablar de nuestros procesos creativos, Lorenzo era algo más cerrado, más centrado en ser productivo, y sin tanto tiempo para hacer algo que no fuera trabajar. Es verdad que era algo que no había discutido con él, pero me resultaba una respuesta muy inoportuna para alguien que te está abriendo su corazón en canal.
Mi reacción fue, sinceramente, ocultarle lo que hacía que fuera meramente creativo. Al final, me di cuenta de que no era realmente lo que esperaba de mi pareja. Pero ¿acaso se lo dije? No, preferí encerrarme en mi propia burbuja. Justificaba la ausencia de comunicación por una posible decepción conjunta por no conseguir premios, valoración o reconocimiento, pero al final era un conjunto de malas sensaciones que no quería sentir. Años después, en terapia, me daría cuenta de que todo esto tenía que ver con mi personalidad evitativa y complaciente, pero eso es otra historia que no he venido a contar aquí.
Seguía escribiendo, trabajando y ayudando a Lorenzo, y llegaron los seis meses. Me pidió que habláramos, de lo nuestro y también de cómo queríamos gestionar esto. Me sentí un poco violentado, porque había sido yo con Mario, en mi relación anterior, quien había tenido esta conversación, y a estas alturas esperaba que no sucediera. Sin embargo, no todo el mundo estaba hecho para fluir, y tampoco Lorenzo, que ya rozaba los cuarenta años con la punta de los dedos.
—Martín, sé que prometimos dejarnos fluir, pero necesito saber qué está pasando —comenzó, fijando sus ojos en mí—. Estoy sintiendo cosas que hace mucho tiempo que no siento, y debo decirte que, en mi vida, pocas relaciones han salido bien.
—Lorenzo, yo estoy muy feliz contigo, me gusta pasar tiempo contigo…
—El problema es que sé que llegará un momento en el que la acabe cagando —siguió, ahora evitándome la mirada—. Mi carácter no es siempre agradable, como pudiste comprobar cuando me comentaste lo de tu libro. Lo siento, de verdad.
Sentí un nudo en el estómago, pero no de miedo, sino de empatía..
—No te preocupes, Loren —le dije—.
—Es que ya no sé si es por el idioma, por mi forma de comunicarme o, simplemente, por la personalidad que tengo.
Lorenzo se estaba abriendo totalmente a mí, mostrándome la vulnerabilidad que, sorprendentemente, le definía. Le cogí la mano y la apreté suavemente.
—Te entiendo. Yo también tengo mis miedos y mis inseguridades, no te creas. Pero quiero que sepas que estoy aquí contigo.
Sonrió y vi cómo su mirada demostraba una sensación de alivio.
—Es muy cursi lo que voy a decir, pero siempre he tenido la sensación de andar por la cuerda floja y contigo me siento capaz de ser yo mismo. En serio, nunca pensé que pudiera encontrar a alguien como tú.
Le respondí con un beso en los labios, e hicimos el amor en el mismo sofá en el que estábamos sentados. Justo después del clímax, nos quedamos dormidos, cogidos de la mano. Era evidente que, aunque la conversación no fuera agradable, nuestro vínculo se había fortalecido, y teníamos el corazón lleno de esperanzas.
Ya con el concepto claro de dónde queríamos ir, de qué queríamos hacer con nuestra relación, nos dedicamos a pasar cada día y vivirlo al máximo, y vivimos una época de bonanza por las dos partes. A él le iba muy bien en el restaurante, en el que ya pudo mantener a un equipo fijo. Yo, así, me liberé los fines de semana y los centré en buscar certámenes y concursos donde poder mandar «Horizontes».
Pero me temía que la escritura tenía que continuar. Estaba a punto de sufrir una historia que me haría tener ganas de seguir contando mi historia.