
Lo que me estaba pasando con Lorenzo estaba siendo como un viaje en montaña rusa: iba todo tan deprisa que no sabes muy bien qué está pasando. Como las cosas iban bien entre nosotros, y más desde nuestras últimas conversaciones, decidimos pasar a diferentes niveles. Me mudé a su casa, aprovechando que éramos prácticamente vecinos y que queríamos pasar más tiempo juntos, a pesar de que muchos amigos míos no estaban muy de acuerdo con esa idea.
—¿Tú estás seguro de que quieres mudarte con él, Martín? Que apenas lleváis seis meses —me dijo Carla, una compañera de trabajo, mientras tomábamos café en la academia—. Yo lo veo un poco apresurado.
—Lorenzo y yo estamos de maravilla, y creo que es precisamente lo que necesitamos para estar incluso mejor —le contesté, convencido de la idea—.
A partir de la mudanza, que me costó horrores porque no quería, en realidad, renunciar a mi pequeño piso en el corazón de Triana, los planes fueron subiendo cada vez más de intensidad. Ya Lorenzo no solo quería vivir conmigo, sino que se veía a él mismo compartiendo el resto de su vida a mi lado. Que lo exteriorizara me hacía sentir querido, valorado y, sobre todo, ilusionado pero, a la vez, me daba miedo que fuera otro chasco. Si no le parecía bien que escribiera, que era una de mis pasiones, ¿cómo íbamos a continuar con nuestra vida juntos? ¿Cómo íbamos a encajar las piezas?
Muchas veces decidía barrer debajo de la alfombra con las dudas y seguir para adelante. Por eso, precisamente por esas ansias de querer vivirlo todo sin pensar muy bien en las consecuencias, dije «sí» al ver que Lorenzo se sacaba el anillo cuando estábamos celebrando nuestro primer aniversario en el mejor restaurante de la ciudad.
Estaba claro que no era una buena decisión; al menos, no una decisión tomada de forma totalmente consciente. Al fin y al cabo, era tremendamente joven. Tenía 23 años; él, casi 40. Desde que nos prometimos, Lorenzo exigía más y más planes de futuro conmigo: viajes a Italia a conocer a su familia, adoptar un perro ¡o a un hijo! Sinceramente, a mí todo eso me abrumó.
Tomar distancia con las expectativas que tenía Lorenzo de mí me hizo darme cuenta de que quizás no estaba todavía preparado para tener algo serio con alguien, que todavía me estaba lamiendo las heridas de anteriores amores o que, simplemente, necesitaba estar solo para continuar creciendo como persona. Me podía la ansiedad, no estaba centrado en el trabajo y tampoco dormía bien por las noches.
Sin embargo, había hecho una promesa: comunicarme con mi pareja. Había que empezar con un «Lorenzo, me gustaría hablar contigo», y estaba seguro de que el resto saldría solo. Lo había dejado durmiendo por la mañana, antes de irme al trabajo. Ese día lo tenía libre, así que aprovechó para descansar y limpiar. Tenía todo preparado en mi cabeza para cuando llegara a casa: metería la llave en la puerta, le daría la vuelta correspondiente para abrir la cerradura, entraría en el recibidor e iría al salón, donde seguramente me estaría esperando. Y eso hice. Pero hubo un contratiempo en mi historia.
No contaba con que el hecho de que me fallaría el protagonista de mi historia, aunque sí que metiera la llave en la puerta, le diera la vuelta correspondiente para abrir la cerradura, entrara en el recibidor y fuera al salón. Lorenzo no estaba allí. «¿Lorenzo?», pregunté al aire. «Aquí», me contestó, con un hilo de voz.
Me dirigí por inercia al dormitorio, desde donde adiviné que estaba. El piso no era tan grande y había pocos espacios donde se podía esconder. Me encontré a Lorenzo tumbado boca abajo en la cama. Me pregunté si había salido o no de la cama. Cuando se dio la vuelta, tenía los ojos rojos, como de haber estado llorando durante un tiempo.
—¿Qué ha pasado? —pregunté, preocupado.
—Es mi madre, Martín —dijo, levantando un poco la vista—. Está muy enferma. Tengo que volver a Italia ahora mismo, no sé si llegaré a tiempo.
Nos abrazamos y traté de consolarlo. Por mi actitud cuidadora, solo me salió ayudarle a hacer la maleta con él. Ni siquiera pensé en qué quería hacer, sino en lo que se esperaba de mí. De nuevo. Otra vez en una situación que no quería vivir simplemente porque alguien tenía expectativas sobre mí. Pero era evidente que no era el mejor momento como para tener esa conversación tan incómoda que teníamos que tener: su madre estaba a punto de morir, según lo que me había contado. Seguro que mis sentimientos podían esperar un poco.
Cuando terminamos la maleta, Lorenzo compró un billete directo a Italia. Estaban carísimos debido a la poca antelación, pero los pagó con gusto, casi sin pensarlo. Luego llamamos a un taxi. No nos dirigimos la palabra, creo que por la incomodidad del momento y también porque posiblemente estábamos pensando en lo que nos esperaba a partir de ahora: él tendría a su madre enferma y yo tendría que gestionar mis sentimientos.
Llegamos al aeropuerto y estaba bastante lleno para ser temporada baja y en un día de diario. Los aeropuertos siempre me han parecido un sitio tremendamente curioso. Allí comienzan y terminan historias prácticamente a la par. Suele ser escenario de abrazos, besos, despedidas y muchas lágrimas. También tienen hueco los viajeros solitarios que deciden despedirse en casa.
Lorenzo y yo llegamos al mostrador de facturación, donde dejaría dos de las maletas que llevaba. No sé por qué, pero no me percaté de que quizás era demasiado equipaje. Entendí que era por si tenía algún contratiempo y se tenía que quedar más de la cuenta; sin embargo, todo tendría sentido con los días que pasaron. «Todo va a ir bien, ¿ok?», me dijo, antes de despedirse con un beso y entrar al control de seguridad.
Volver a casa se sintió extraño. Estaba todo muy vacío. No estaba él. Le escribí por WhatsApp para ver cómo había llegado, cómo estaba su madre, cómo había ido el viaje. Al recibir el primer tic de WhatsApp entendí que aún no había encendido el teléfono desde el avión. Luego justifiqué ese primer tic con que no había pensado en encender el teléfono: al fin y al cabo, iba por una urgencia médica.
Pero al ver que pasaban los días y no recibía respuesta, me agobié bastante. La vida me estaba dando una lección: había dudado de mi relación con Lorenzo y me lo habían quitado de cuajo. Mi reacción, al darme cuenta de que quizás sí que quería estar con él y ya no lo tenía conmigo, fue la de llorar de forma desconsolada en la que había sido la cama donde habíamos dormido juntos durante un año entero.
Una de esas noches, en las que no podía dormir por el maldito insomnio que me había producido la partida de Lorenzo, recibí un mensaje:
𝗟𝗢𝗥𝗘𝗡𝗭𝗢
𝘏𝘰𝘭𝘢, 𝘔𝘢𝘳𝘵𝘪́𝘯. 𝘚𝘪𝘦𝘯𝘵𝘰 𝘮𝘶𝘤𝘩𝘰 𝘩𝘢𝘣𝘦𝘳 𝘥𝘦𝘴𝘢𝘱𝘢𝘳𝘦𝘤𝘪𝘥𝘰, 𝘱𝘦𝘳𝘰 𝘮𝘪 𝘮𝘢𝘥𝘳𝘦 𝘧𝘪𝘯𝘢𝘭𝘮𝘦𝘯𝘵𝘦 𝘩𝘢 𝘮𝘶𝘦𝘳𝘵𝘰 𝘦𝘴𝘵𝘢 𝘮𝘢𝘯̃𝘢𝘯𝘢. 𝘋𝘦 𝘷𝘦𝘳𝘥𝘢𝘥 𝘲𝘶𝘦 𝘯𝘢𝘥𝘢 𝘥𝘦 𝘦𝘴𝘵𝘰 𝘦𝘴𝘵𝘢𝘣𝘢 𝘱𝘳𝘦𝘱𝘢𝘳𝘢𝘥𝘰, 𝘱𝘦𝘳𝘰 𝘺𝘰 𝘯𝘰 𝘮𝘦 𝘷𝘦𝘰 𝘤𝘰𝘯 𝘧𝘶𝘦𝘳𝘻𝘢𝘴 𝘯𝘪 𝘤𝘰𝘯 𝘨𝘢𝘯𝘢𝘴 𝘥𝘦 𝘷𝘰𝘭𝘷𝘦𝘳 𝘢 𝘌𝘴𝘱𝘢𝘯̃𝘢, 𝘢𝘶𝘯𝘲𝘶𝘦 𝘦𝘴𝘵𝘰 𝘴𝘶𝘱𝘰𝘯𝘨𝘢 𝘵𝘦𝘯𝘦𝘳 𝘲𝘶𝘦 𝘥𝘦𝘫𝘢𝘳𝘵𝘦. 𝘔𝘶𝘤𝘩𝘢𝘴 𝘨𝘳𝘢𝘤𝘪𝘢𝘴 𝘱𝘰𝘳 𝘵𝘰𝘥𝘰 𝘦𝘴𝘵𝘦 𝘵𝘪𝘦𝘮𝘱𝘰, 𝘱𝘦𝘳𝘰 𝘤𝘳𝘦𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘦𝘴 𝘮𝘦𝘫𝘰𝘳 𝘲𝘶𝘦𝘥𝘢𝘳𝘯𝘰𝘴 𝘵𝘢𝘭 𝘤𝘰𝘮𝘰 𝘦𝘴𝘵𝘢𝘮𝘰𝘴. 𝘘𝘶𝘦́𝘥𝘢𝘵𝘦 𝘤𝘰𝘯 𝘭𝘢 𝘧𝘪𝘢𝘯𝘻𝘢, 𝘴𝘪𝘯 𝘱𝘳𝘰𝘣𝘭𝘦𝘮𝘢. 𝘜𝘯 𝘣𝘦𝘴𝘰. 😘
Justo después, desapareció su foto. Me había bloqueado. Intenté llamarlo justo en ese momento, pero recibí una locución como respuesta: «El número marcado no existe». No me lo podía creer. No podía creerme que, después de un año juntos, se despidiera de mí por WhatsApp. Aunque estaba seguro de que su viaje a Italia sí que tenía una motivación real, había aprovechado para separarse de mí. Había puesto tierra de por medio y se había marchado con una mentira muy bien estudiada. Una traición que tardaría un tiempo en superar.