
Sentirse abandonado era una puta mierda. Lorenzo me había dejado de la peor forma: sin derecho a réplica, sin saber muy bien qué había pasado, sin querer conocer realmente las razones que hicieron que abandonara el barco de una forma tan apresurada y tan mezquina. Si bien lo seguía queriendo, también me sentía muy estúpido haciéndolo. ¿De verdad me valía la pena?
Dejé el piso donde vivía Lorenzo y que compartimos durante seis meses. No podía pagarlo yo solo, así que volví a contactar con mi antiguo casero, que, por suerte, seguía teniendo mi piso de soltero disponible. «He estado reformándolo, aprovechando que te fuiste», me dijo.
El piso se sentía diferente, a pesar de que era mi piso. Era la casa donde me había sentido yo por primera vez y, sin embargo, algo había cambiado. Quizás la casa era una referencia a mi persona, a cómo yo también había cambiado con el tiempo. Al sacar mis cosas de la maleta, volviendo al que fue mi hogar, sentí una extraña mezcla de nostalgia y liberación. Cada rincón me recordaba, a la vez, momentos de descubrimiento personal, de pequeños triunfos y de todo lo que me había definido como persona antes de conocer a Lorenzo.
Sin embargo, había que decir que tenía días buenos y días malos, lo normal cuando estás de duelo. Las noches eran muy difíciles. Después de un año desde que lo dejara con Mario, ya me había vuelto a acostumbrar a dormir con alguien, y Lorenzo era muy buen acompañante en la cama, tanto dentro como fuera del sexo. Pero acostarse, de nuevo, sobre una cama vacía me parecía tan frustrante como tener una página en blanco cuando quería escribir, un ejercicio de flagelación continua y doloroso a muchos niveles. Aunque, a decir verdad, esas noches también me sirvieron para la instrospección.
Terminé «Horizontes» y lo mandé a una editorial pequeña de Sevilla, que estaba bastante interesada en publicar una historia de un autor novel, y empecé a escribir en un diario, documentando mis pensamientos, mis temores y mis esperanzas. Al final, mi mayor compañera fue la escritura y quería atesorar ese diario. Escribir a mano me parecía algo mágico, aunque también me inspiraba de manera crucial el hecho de que me lo pudiera llevar a cualquier lado. Estar delante de una pantalla me hacía sentir que estaba en un trabajo de oficina al que tenía que echarle ocho horas y se me quitaban todas las ganas.
Al final, mi escritura era de aficionado y, si bien, yo estaba contento con mis relatos, no era mi trabajo principal y quería seguir romantizándolo de alguna manera. Por esa misma razón, me apunté de nuevo a otro curso de escritura que ofrecía la Universidad de Sevilla. En realidad, no lo hacía por otra razón que la de seguir escribiendo, pero conocer a gente nueva que se saliera de mi entorno general me hacía también que acudiera con muchísima ilusión.
Y acerté de lleno. El curso de escritura fue un soplo de aire fresco. Conocí a gente de diferente edad, orientación y origen, y, como todos compartíamos la misma pasión, fue fácil sentirse inspirado por sus historias y su forma de contarlas. Uno de los ejercicios del curso consistía en escribir una carta a nuestro yo del pasado, a una versión más joven de nosotros mismos. Me pareció una tarea básica y estúpida, pero al ponerme a escribir, me di cuenta de cuántas cosas tenía que decirle al Martín de hacía unos años: cuánto habíamos amado, cuánto habíamos fallado y cuánto habíamos perdido. Fue un ejercicio casi catártico, y al finalizar, me sentí un poco más ligero.
Recuerdo especialmente una tarde en la que nos pidieron que leyéramos en voz alta uno de nuestros relatos. Era un grupo pequeño de estudiantes, y habíamos conectado muy bien entre nosotros. Sabía que me iban a poder los nervios, pero me ofrecí a leer el mío: al fin y al cabo, era un espacio seguro. Leí mi relato, sin título todavía, en el que contaba mi relación con Lorenzo equiparándolo a un castillo derruido: estaba roto, fue en su momento lugar de refugio, pero en ese momento solo servía para el recuerdo.
Al finalizarlo, hubo un silencio pesado, seguido de un aplauso organizado por el profesor, Pedro. Todos los alumnos le siguieron con ansias. Esa experiencia, al contar mi historia y ver que gustaba la forma en la que la contaba, me hizo darme cuenta de que quizás tenía que dedicarle más ganas y más tiempo a escribir, terminar mi diario, limpiarlo si hacía falta y volver a mandar mi manuscrito a alguna editorial.
Precisamente por esta razón, aunque no exclusivamente por esta situación, empecé a notar cómo recuperaba mi autoestima, maltrecha por la partida traicionera de Lorenzo. Mi trabajo me proporcionaba un propósito, una rutina y un sustento, y mis amigos me daban los momentos de ocio que necesitaba. De hecho, Rodri, uno de mis amigos de la universidad, vino a visitarme y pasamos un fin de semana juntos paseando por Sevilla, disfrutando de los monumentos y de las noches de fiesta de la ciudad.
Aprovechando precisamente que Rodri se volvía a casa en coche y tenía un hueco libre, decidí volver a casa a ver a mi madre, ya que mi padre no estaba por trabajo y yo tenía unos días libres justo después del fin de semana. Necesitaba ver el mar, mi casa, para ver esa sensación de inmensidad y de libertad que solo el agua infinita me podía dar en ese momento. Aunque nunca me gustó la playa, tenía la necesidad de andar por la arena, sentir el viento con sabor a sal y el olor a mar. El viaje fue corto y no sirvió más que para reconectar con un poco mismo y darme cuenta, una vez más, de lo desconectado que estaba de mi padre.
Al volver a casa, me sentí renovado. Tenía nuevos proyectos, cosas nuevas que hacer y gente nueva en mi agenda. Estaba contento. Al final, superar a Lorenzo fue algo violento por la forma en la que se había marchado, pero estaba siendo un poco más sencillo de lo que imaginé en un primer momento. Precisamente, en ese momento, me di cuenta de que Lorenzo no era más que un vago recuerdo: ni siquiera me acordaba bien de su cara, solo de cómo dejó el armario vacío. Tampoco me acordaba de su voz ni de su acento, sino de cómo me dejó por WhatsApp.
En uno de esos días en los que tocaba curso de escritura, recibí un mensaje. No suelo hacer caso del teléfono cuando estoy estudiando, pero mi intuición me dijo que era importante.
+𝟯𝟰 𝟲𝟰𝟱 𝟲𝟬 𝟱…
𝘏𝘰𝘭𝘢, 𝘔𝘢𝘳𝘵𝘪́𝘯. 𝘌𝘴𝘵𝘰𝘺 𝘱𝘰𝘳 𝘚𝘦𝘷𝘪𝘭𝘭𝘢. ¿𝘛𝘦 𝘩𝘢𝘤𝘦 𝘶𝘯𝘢 𝘤𝘦𝘳𝘷𝘦𝘻𝘢 𝘶𝘯 𝘥𝘪́𝘢 𝘥𝘦 𝘦𝘴𝘵𝘰𝘴 𝘺 𝘩𝘢𝘣𝘭𝘢𝘮𝘰𝘴? 😘
Vi que el número no estaba entre mis contactos, pero que era muy directo, así que supuse que era alguien que me conocía muy bien. Cuando leí el mensaje completo, me dio una vuelta al corazón y también me dieron ganas de vomitar de repente. No me podía creer que Lorenzo me estuviera mandando este mensaje.
¿De verdad había venido a España y tenía la desfachatez de querer verme? ¿Después de lo que me hizo? ¿Ahora que ya estaba superado? No contesté de inmediato; de hecho, no sabía muy bien qué responder. Sentado en la clase, sentí cómo el mundo a mi alrededor desaparecía por un momento y solo estábamos mi móvil, el mensaje y yo en el mundo. Me quedé mirando la pantalla, en shock.
No sabía si tenía que estar enfadado por haber recibido el mensaje, agradecido por recibirlo o, directamente, contento por saber que se había acordado de mí. El mensaje flotó durante horas en los servidores de WhatsApp hasta que decidí ser lo más diplomático posible, también debido a que tenía una curiosidad por saber qué podía contarme que me interesara.
𝗠𝗔𝗥𝗧𝗜́𝗡
𝘚𝘢𝘭𝘨𝘰 𝘢 𝘭𝘢𝘴 21:00 𝘥𝘦𝘭 𝘵𝘢𝘭𝘭𝘦𝘳 𝘥𝘦 𝘦𝘴𝘤𝘳𝘪𝘵𝘶𝘳𝘢. 𝘌𝘴𝘵𝘰𝘺 𝘦𝘯 𝘭𝘢 𝘍𝘢𝘤𝘶𝘭𝘵𝘢𝘥 𝘥𝘦 𝘍𝘪𝘭𝘰𝘭𝘰𝘨𝘪́𝘢. ¿𝘕𝘰𝘴 𝘷𝘦𝘮𝘰𝘴 𝘢𝘭𝘭𝘪́?