Conexiones | Capítulo 13: Equilibrio

Me daba miedo de cómo había pasado el tiempo desde que Lorenzo se había ido y lo lento que pasaba el tiempo en clase de repente. Las horas hasta que llegaran las 21:00 se me hicieron eternas. Estuve escribiendo toda la tarde, pero me daban ganas de escribirme un guion en la cabeza para la discusión que sabía que iba a tener con Lorenzo. Tenía ganas de decirle de todo, de mandarlo a tomar por culo por haberme dejado tirado, quizás de darle un beso y por último preguntarle cómo había pasado estos nueve meses.

El profesor me notó distante y distraído, así que me dijo que prestara atención al ejercicio que estaba proponiendo: escribir como si fuéramos otra persona. «Joder, qué oportuno», pensé. Pensé en escribir cómo a Lorenzo se le había ocurrido la gilipollez de escribirme ese mensaje y su razonamiento detrás de mi abandono.

Empecé a escribir el relato. Lo titulé «Amores extraños», como la canción de Laura Pausini, no porque tuviera algo que ver con la letra, sino porque me pareció una descripción ideal de nuestra situación: habíamos vivido un amor intenso, luego yo quería bajar la intensidad y la vida me dio un frenazo de repente. ¿Había algo más extraño que eso?

Desde el punto de vista de Lorenzo, dejé que las palabras fluyeran. Escribí todo, desde el proceso de dejar España hasta cuando el momento en el que encendió su móvil para mandarme ese mensaje. Volver a apagar el teléfono y seguir con su vida, tal como tenía planeado desde un principio. Ahora, que ya no tenía ninguna deuda con Italia, quería volver a Sevilla y curarse las heridas, quitarse la culpa y a lo mejor ¡volver conmigo! sin tener en cuenta lo jodido que había estado. Hasta desde su propio punto de vista, Lorenzo era un cabrón desalmado sin corazón.

Terminé el relato al grito de los «cinco últimos minutos, chicos» del profesor. Cuando vi el texto, me di cuenta de cómo lo había escrito: sí, tenía mucha sinceridad y era lo que me había apetecido escribir pero, a la vez, me dio mucha rabia al comprobar que había escrito líneas torcidas, llenas de tachones y con una tensión increíble. ¿No lo tenía superado? ¿No había quedado con él ahora para hablar las cosas? ¿De verdad era necesaria esta pantomima?

Terminé la clase y me dio un pellizco en el estómago. Me tomé mi tiempo a la hora de salir. No sabía muy bien si quería enfrentarme a esta situación. Al fin y al cabo, era abrir una vieja herida y añadirle sal, con la única pretensión de volverla a cerrar. Sabía que no quería volver con Lorenzo, ya que no podía confiar en él, así que ¿para qué esta angustia?

Recibí un mensaje.

+𝟯𝟰 𝟲𝟰𝟱 𝟲𝟬 𝟱…
¡𝘏𝘰𝘭𝘢! 𝘌𝘴𝘵𝘰𝘺 𝘦𝘯 𝘭𝘢 𝘦𝘯𝘵𝘳𝘢𝘥𝘢, ¿𝘥𝘰́𝘯𝘥𝘦 𝘦𝘴𝘵𝘢́𝘴 𝘵𝘶́?

𝗠𝗔𝗥𝗧𝗜́𝗡
𝘏𝘰𝘭𝘢, 𝘥𝘢𝘮𝘦 𝘶𝘯 𝘴𝘦𝘨𝘶𝘯𝘥𝘰, 𝘦𝘴𝘵𝘰𝘺 𝘳𝘦𝘤𝘰𝘨𝘪𝘦𝘯𝘥𝘰 𝘮𝘪𝘴 𝘤𝘰𝘴𝘢𝘴.

+𝟯𝟰 𝟲𝟰𝟱 𝟲𝟬 𝟱…
𝘛𝘳𝘢𝘯𝘲𝘶𝘪, 𝘵𝘰́𝘮𝘢𝘵𝘦 𝘵𝘶 𝘵𝘪𝘦𝘮𝘱𝘰.

Ese «tranqui» me escamó. Lorenzo llevaba diez años en España, pero no se le había quedado muchas ganas de aprender el español más coloquial. ¿Había cambiado tanto en nueve meses como para aprenderlo? Tenía demasiadas preguntas y estaba a menos pasos de los que esperaba para encontrar la respuesta. Pero tenía miedo. No quería que me hicieran daño de nuevo.

Dicen que la vida te da sorpresas, y creo que una de las mayores fue la que tuve al salir de la universidad. Reconocía perfectamente la figura, pero no era Lorenzo.

—Hola, Mario —dije—.

Mario se dio la vuelta, se guardó el teléfono en el bolsillo y me sonrió. Fue a darme dos besos, pero no fueron correspondidos. No porque no quisiera, sino por el impacto que recibí al ver quién me estaba esperando. Me sentía rarísimo de estar con Mario pero, en parte, me alivió que no fuera Lorenzo el que me estuviera esperando. El duelo por Mario ya había pasado, los sentimientos por él estaban a buen recaudo en algún lugar profundo de mi pasado y ya no sentía ningún rencor por él.

Lo miré de arriba abajo: estaba muy guapo. Se había hecho un mullet, un par de pendientes y vestía de una manera mucho más sofisticada. Llevaba unos vaqueros y unas botas muy bonitas, y llevaba una camiseta pegada al cuerpo, que mostraba que había hecho lo mismo que yo durante este tiempo: ejercicio para matar las penas.

—Qué guapo estás, Martín —me dijo, con una sonrisa tímida, y adelantándose al cumplido—. Me alegro mucho de verte, de verdad.

—Lo mismo digo, Mario. ¿Qué haces por aquí?

—Pues he quedado con un productor. Ya no estoy con los Nuts, he decidido hacer lo que me siempre me ha gustado: componer.

Me sorprendió, aunque era de esperar en cierta manera. Sabía que Mario estaba muy unido al grupo, pero si ya se sentía de alguna manera amarrado a ellos, y sabía que iba a crecer más como compositor, entendía perfectamente su decisión.

Nos fuimos a cenar cerca de la universidad, y allí me sentí bastante tranquilo con él. La conversación fluyó sorprendentemente bien. Mario parecía haber cambiado. Estaba más maduro, daba la sensación de tener una actitud más reflexiva hacia la vida, y me resultaba muy divertido volver a charlar con él. Me relajé después de tanto tiempo después de verle… que me tomé alguna que otra copa de más. Y, además, estaba tan guapo… y yo hacía tanto que no tenía contacto con otro hombre…

Al pagar la cuenta y salir del restaurante, Mario y yo nos dimos un abrazo de despedida. Pero yo no quería que se fuera.

—¿Quieres ir a tomar algo a mi casa? —le sugerí, aunque pensándolo bien, era el alcohol quien llevaba el orden de la conversación.

Mario sonrió y aceptó, y antes de darnos cuenta de lo que estábamos haciendo, estábamos los dos en mi apartamento. La tensión entre nosotros era casi ridícula: estaba claro que íbamos a acabar en la cama, y, aun así, nos tratamos con la mayor timidez posible hasta el último momento. Yo me sentí un poco frustrado por la repentina mojigatería que profesábamos de repente. ¡Que nos habíamos visto desnudos! ¡Que habíamos sido pareja durante casi dos años!

—No me creo que hayas cambiado tanto, Martín —me dijo, mirándome fijamente a los ojos—. Es que no me creo que esté aquí contigo.

Me cogió de las manos. Su tacto era diferente, como si fuera una persona totalmente diferente, como si la piel que toqué mientras estuve con él ya no existiera y la hubiera mudado por completo.

—Yo tampoco me creo que estés conmigo.

Él fue quien se atrevió a dar el primer beso, y luego nos sorteamos a ver quién era el que daba más. La noche se convirtió, de repente, en una explosión de emociones contenidas. Empezamos en el sofá a quitarnos la ropa, y acabamos haciendo el amor en la cama, una experiencia que se sintió tan liberadora como extraña; no obstante, había elegido de forma consciente y estaba contento con el resultado.

Nos acostamos abrazados, recordando viejos tiempos y riéndonos de las cosas que nos hacían gracia cuando estábamos juntos. Y así, rodeados de los brazos del otro, nos dormimos. Me despertó el zarandeo de su cuerpo al intentar liberarse de la prisión de mi abrazo. No eran ni las siete de la mañana.

—¿Qué pasa, Mario? ¿Estás bien? —le pregunté, aún con la confusión de cuando te despiertas de forma brusca.

—Lo siento, Martín. Me tengo que ir —respondió, mientras se levantaba de la cama y buscaba su ropa—. Me esperan en el hotel.

Se apresuró tanto en ponérsela que no acertaba a colocarse bien el cinturón. Entendió que no le iba a preguntar por qué se tenía que ir de repente a las siete de la mañana… pero yo era muy preguntón.

—¿Quién te espera a las siete de la mañana, Mario?

Mario no me miró a la cara. Siguió con su ritual de vestirse de forma desordenada, casi fingiendo toda la torpeza del mundo para que sintiera lástima por él y que le perdonara que no me respondiera. Pero yo quería respuestas.

—¿Quién, Mario?

—Joder, mi novio. ¿Vale? Bueno, mi futuro marido me está esperando.

La revelación me golpeó como un balde de agua fría. Mario no solo había aparecido de la nada, sino que, además, estaba a punto de casarse.

—¿A qué has venido realmente a Sevilla, Mario?

—He venido a verte, de verdad. Quería saber cómo estabas—declaró con un tono que intentaba ser suave y sutil, pero que me resultó tan falso que aumentó mi frustración de una forma increíble—. Joder, contigo es imposible, ¿no?

—Dímelo ya, por favor.

—Me caso en Huelva pasado mañana, pero decidimos quedarnos en Sevilla estos días previos. No pretendía que nada de esto pasara, de verdad… Pero —dijo, mientras se puso finalmente bien el cinturón— me alegro de que haya pasado. Está claro que todavía hay algo entre nosotros.

—Fuera de mi casa, Mario.

Mario salió de mi casa como salen los amantes de las casas donde pasan la noche, a hurtadillas y con el sentimiento de que alguien les está vigilando. Al cerrar la puerta, me quedé en silencio, observando por la ventana cómo llamaba a un taxi con el brazo. Me fui a la cama y, en la oscuridad de la habitación, sentí de nuevo un torbellino de emociones que no sabía procesar.

Me sentía usado y, a la vez, abandonado de nuevo. El pellizco en el pecho se hacía cada vez más y más grande, y me sentí abrumado por la situación. Por un momento, me rendí ante la zancadilla continua de la vida y tomé la peor decisión que pude haber tomado en ese momento. Leí la caja que tenía en la mano: Lexatín 1,5 mg. No llegué a contar los comprimidos, pero había muchos. No sentí la caída en el suelo, pero es que ya no quería sentir nada más. Estaba listo para marcharme.

CONEXIONES | Capítulo 14: Epílogos

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