
Dicen que los sueños con ansiolíticos son increíbles. No por lo buenos que son, sino por lo raros que resultan. Correr delante de un tornado, pasear 40 perros a la vez o nadar en una pecera con pirañas. Por eso me dio tanta rabia no recordar qué había soñado mientras me había tomado casi un blíster entero. ¿Es que las sobredosis hacían que no se active el aspecto onírico de las drogas? ¿O es que estuve tan entre la línea de la vida y la muerte que mi cuerpo decidió guardarse las energías y no soñar?
Cuando desperté, estaba en una habitación fría, sin gente. Solo escuchaba, muy confundido, cómo las personas que deambulaban por el hospital pasaban por delante de la puerta. Tardé bastante en darme cuenta de dónde estaba, pero sí que recordaba haberme tomado todos esos ansiolíticos. Las luces blancas y frías me cegaban los ojos, y el zumbido constante de las máquinas a mi alrededor me resultó insoportable.
Todo se sentía borroso, como si estuviera de resaca, como si todo estuviera cubierto por una neblina espesa. Escuché voces a mi alrededor, pero solo identifiqué una.
—¡Doctor, está despertando! —gritó Maca, mi hermana— ¡Martín, dime algo!
Mis ojos se enfocaron lentamente en su cara, que tenía escrita la palabra «preocupación» por cualquier lado que le miraras: pelo revuelto, ojos rojos e hinchados, ojeras prominentes… No recordaba haberla visto tan angustiada nunca.
—¿Qué ha pasado? —dije, como si no supiera por qué estaba allí, buscando un poco de empatía por su parte.
—Creo que me lo deberías decir tú, o hablarlo con el psiquiatra cuando venga —declaró Maca, con lágrimas en los ojos—. Pero lo importante es que estás vivo, ¡eso es lo que importa!
Las piezas del rompecabezas empezaron a encajar en mi mente, aunque no hiciera falta muchísimo trabajo: sabía perfectamente que me había intentado suicidar, pero todo era muy confuso todavía. No sabía cuánto tiempo había pasado desde entonces, pero lo recordaba de una forma lejana e, incluso, ajena: la caja de Lexatín, la desesperación, la decisión impulsiva de rendirme. Me sentí abrumado por la vergüenza y el arrepentimiento. Quería desaparecer, no enfrentarme a la realidad de lo que había intentado hacer.
—Lo siento… —murmuré, con la poca voz que me dejaba el llanto que empezó a invadir mis ojos.
—No, Martín, no lo sientas —respondió Maca, cogiéndome de la mano—. Vamos a salir de esto juntos, ¿vale? No estás solo.
Los días siguientes fueron un torbellino de visitas médicas, sesiones con psicólogos y psiquiatras del hospital, y conversaciones difíciles con el resto de mi familia y amigos. La realidad de lo que había hecho (o, mejor dicho, había intentado hacer) me golpeaba constantemente. También me di cuenta de que, a lo mejor, tenía que hacer como habían hecho Mario y Lorenzo conmigo: pasar página, cerrar historias, hacer como si nada hubiera pasado para poder iniciar de nuevo. Y sí, tenías ganas de comenzar de nuevo, pero era complicado.
Evidentemente, no pude volver al trabajo durante un tiempo, y me centré en recuperarme. Asistí a todas las sesiones de terapia que me habían puesto (siempre me parecieron insuficientes) y, poco a poco, empecé a sentirme un poco mejor con todo, me sentí más fuerte, y con más control sobre mi vida. Sin embargo, al final me di cuenta también de que Sevilla no era más que un lastre en mi recuperación. Ahora que no estaba trabajando, no tenía contacto apenas con mis compañeros de trabajo, y mis amigos de verdad estaban en casa, así que decidí, con todo el dolor de mi corazón, mudarme una vez terminara las sesiones con el terapeuta.
Vinieron mi madre y mi hermana —de nuevo, mi padre decidió no estar presente— y, mientras guardábamos las cajas de ropa, utensilios y demás cachivaches que se van guardando en una casa, empezamos a hablar de todo un poco. Les conté lo que había pasado con Lorenzo con pelos y señales, y también les mencioné la noche con Mario.
—Ay, el otro día me saltó una foto en Facebook de la luna de miel —dijo mi madre, mientras metía los cubiertos en una caja—.
Se hizo el silencio. Maca y yo nos miramos con cara de decir «mamá, estás siendo muy poco oportuna». Evidentemente, no me molestaba que Mario estuviera casado: le deseaba lo mejor. Pero lo hizo mal, conmigo y con su marido, y me sentí un poco incómodo al saber que quizás no sabía qué había pasado justo después de su marcha. Suponía que Lorenzo tampoco sabía nada… y casi que mejor. Pero sí quería saber algo.
—Mamá, ¿papá sabe lo que me ha pasado?
Esta vez fueron Maca y mi madre quienes, en un silencio cómplice, se miraron casi de forma furtiva. Sabía la respuesta, aunque quería saberlo directamente desde ellas para conocer por qué mi padre ni siquiera había venido a verme al hospital, cuando ellas sí que habían estado un tiempo hasta que podía estar solo y ser un poco más independiente.
—Papá ha estado muy ocupado, ya lo sabes…
—No te he preguntado eso —la interrumpí—. Papá no lo sabe, ¿no?
Mi madre me miró a los ojos y negó con la cabeza.
—Cuando te fuiste de casa, dijo que cuanto menos supiera de ti, mejor. Hemos respetado esa idea porque si no, iba a ser insoportable la convivencia. ¡Lo sabes perfectamente!
—¿En serio no le habéis avisado de que su hijo ha querido suicidarse?
—Ay, Martín, no seas injusto —me tranquilizó Maca, cogiéndome de los hombros—. Estamos aquí nosotras, que somos quienes te importamos de verdad.
—¿Y SI POR UN MOMENTO QUERÍA QUE MI PUÑETERO PADRE ESTUVIERA AQUÍ CONMIGO, JODER?
Exploté. Había estado demasiado tranquilo durante las semanas anteriores, intentando recuperar el orden de mi vida, pero me sentí desbordado al darme cuenta de que mi padre no me tenía en cuenta para nada, ni siquiera para un momento tan delicado como ese. Me fui directo a mi cuarto y, tirado en la cama, me puse a llorar. Esperaba que el portazo que había dado justo antes de entrar en mi dormitorio fuera suficiente como para que nadie quisiera hablar conmigo en un rato, pero mi madre vino directamente a hablar conmigo.
—Martín, sabes que papá…
—Mamá, déjalo, de verdad —le dije, aguantándome el llanto—.
—…él no es que no te quiera, es que no te entiende…
—Pero yo sí que lo tengo que entender a él, ¿no?
Mi madre, con las manos temblorosas, intentó acercarse para abrazarme, pero me aparté. La verdad era que no sabía si el dolor que sentía era por la falta de apoyo de mi padre o por el hecho de que, en mi peor momento, no había recibido la comprensión que necesitaba.
—Mira, Martín, escúchame —dijo mi madre, con lágrimas en los ojos—. Ahora que vas a volver a casa con papá, lo mejor es que no generéis más conflictos. Sé que es un momento delicado, pero creo que es lo mejor para ti.
No sabía qué responder. La verdad es que la idea de volver a casa, a ese lugar lleno de recuerdos y emociones reprimidas, me llenaba de ansiedad. Sabía que tenía que cerrar ciclos, pero la perspectiva de enfrentarme de forma continua a mi padre en un momento tan delicado me desbordó.
—Lo siento mucho, pero es que me frustra mucho el hecho de que no haya venido siquiera a ayudarme, ¡y cuando más lo necesitaba! Joder, no puedo mirarlo a la cara como si no me estuviera jodiendo la vida ahora mismo.
—Es que no hace falta. Simplemente te tienes que proteger a ti mismo. Estás curándote ahora mismo y es lo importante. Discutir con él solo te hará más daño.
Las palabras de mi madre fueron, sorprendentemente, bastante racionales. Precisamente el terapeuta me indicó que buscara a alguien que me apoyara en este proceso de curación, y vi a mi madre como la candidata perfecta en ese momento. Sin embargo, la racionalidad que tuvieron sus palabras se nubló debido a mis emociones y al dolor. La falta de mi padre se sintió como una púa de erizo, como los que veíamos cuando íbamos a la playa cuando éramos niños: a pesar de ser invisible una vez entra en tu piel, seguía pinchándome de forma constante. No la podía sacar del todo, y su presencia era dolorosa e inalcanzable.
Mi madre tenía razón en que debía concentrarme en mi recuperación, pero también sabía que cerrar historias no significaba simplemente ignorar viejas heridas. Regresar a casa era un desafío en sí mismo, y hacerlo sin resolver los conflictos internos era como intentar construir una casa sobre unos malos cimientos. Decidí tomarme un momento para mí mismo, alejarme de la conversación que seguía girando en torno a la figura ausente de mi padre. Necesitaba aclarar mis propios pensamientos y prepararme para el regreso a casa. Volvería a ese lugar con la esperanza de encontrar un poco de paz, pero sabía que tenía que ser consciente de las emociones que aún estaban presentes.
Los días siguientes pasaron en un borrón entre la preparación de mi mudanza y las últimas sesiones de terapia. El proceso de hacer maletas y despedirme de Sevilla me dejó en un estado de pensamiento y disociación constante. Era como si cada objeto que metía en una caja estuviera lleno de recuerdos y emociones no resueltas, y el hecho de dejarlo todo atrás significaba enfrentarse a un futuro incierto.
Finalmente, llegó el día de la mudanza. Quedé con mi casero para la devolución de las llaves y de la fianza, y el señor, al que había visto en contadas ocasiones, me deseó suerte en mi nueva andadura, después de darme un abrazo. Se sintió tremendamente cercano, pero a la vez me di bastante pena. En ese momento, hasta el abrazo de un extraño me parecía lo suficientemente extraordinario como para tenerlo en cuenta.
La casa de mis padres estaba a un par horas en coche, un viaje que se había hecho corto todas y cada una de las veces anteriores que lo había transitado, pero esta vez el camino se sintió eterno. Cada kilómetro que avanzaba parecía estirar el tiempo, y cada pensamiento sobre cómo sería el reencuentro con mi padre aumentaba mi ansiedad.
Cuando llegué, la casa seguía como siempre: era un piso bastante grande, a pesar del barrio donde se encontraba, y en la entrada había un mueble para dejar las llaves. Las paredes habían perdido su color por el humo del tabaco de mi padre, pero por lo demás, todo seguía igual.
Mi madre y Maca me ayudaron a descargar las cajas y organizar el espacio. A pesar de la tensión que se respiraba, intentaron mantener el ambiente lo más relajado posible posible. Mi padre aún no había llegado a casa cuando comenzamos a colocar las cosas, y esa ausencia solo intensificó la anticipación.
Cuando escuché el sonido familiar del motor del coche de mi padre, me preparé para el momento. Mi corazón latía con fuerza, y me sentí atrapado entre la expectativa y el miedo. Cuando entró por la puerta, se notó perfectamente cómo aprovechaba la tensión para mostrar su incomodidad ante mi presencia.
—Buenas, Martín —dijo, con una voz que intentó ser amable, pero que resultó traicionada por la evidente falta de emoción que le daba verme.
—Hola, papá —respondí, intentando mantener la calma—.
Sentía que estaba a punto de sufrir una crisis de ansiedad con la presencia de mi padre. Era irónico que lo echara de menos, de alguna manera, cuando no estaba presente y que su presencia me diera, a la vez, tantísimo rechazo.
Me fui directamente a mi dormitorio. No quería pensar en nada, solo quería desaparecer, de alguna manera, de ese plano. Pero, evidentemente, mi cabeza no me iba a dejar tranquilo y pensé en todo lo que me podía joder la vida: en cómo Lorenzo había desaparecido de mi vida, en cómo Mario ya estaría viviendo con su marido en algún lugar del mundo, y me estaba quedando sin dinero… Una situación ideal para curarme la ansiedad. Aun así, me quedé dormido. Y, por primera vez, tuve un sueño que recordé al día siguiente: era yo viviendo en paz, un imposible a esas alturas de la vida.