Conexiones | Capítulo 15: Desencuentros

Los meses que pasé en mi casa fueron todo menos cómodos. Al no tener trabajo, decidí centrarme en mi recuperación, pero fue muy complicado porque la tensión con mi padre era muy palpable. Apenas hablábamos, pero la mera presencia de uno parecía cabrear al otro, y era algo que tenía que explotar en algún momento. Decidí volver a escribir en mi diario, ese que empecé cuando me dejó Lorenzo, para intentar liberar y descargar mis emociones. Mientras mi vida trataba de reorganizarse a mi alrededor, el papel se convirtió en algo casi terapéutico.

Precisamente un día en el que estaba escribiendo en la pequeña libreta, manida por el tiempo que llevaba usándola de confidente, recibí una llamada totalmente inesperada de una editorial que estaba interesada en publicarme. Digo «inesperada» no porque no supiera quiénes eran —al fin y al cabo, les había mandado el manuscrito de «Horizontes»—, sino porque jamás esperaba que me pasara algo así.

La emoción de después de la llamada y recibir en el correo electrónico un documento titulado «Contrato de edición» se vio opacado, de repente, por la ansiedad de enfrentarme a mi pasado y la tensión actual de mi vida familiar. Firmé los documentos uno tras otro, casi sin pensarlo, con mucha incertidumbre, pero con muchísima esperanza. Estaba seguro de que publicar mi obra me ayudaría a mi recuperación.

Para cuando se publicó «Horizontes», casi seis meses después, ya estaba todo muchísimo mejor. Mi relación con mi padre seguía estancada, como si fuera un estanque lleno de agua sucia que ya empieza a oler mal, pero no me importaba: el psicólogo me había dado el alta (ya solo iba una vez cada tres semanas), había vuelto a buscar trabajo y estaba intentando conocer a gente para ver qué pasaba, aunque admití desde un primer momento que no era mi prioridad y que no estaba en mi mejor momento para hacerlo.

La editorial se portó muy bien conmigo, y me propuso hacer una pequeña gira de presentaciones en librerías con los que tuvieran algún tipo de acuerdo. En mi ciudad se presentó en la Librería Aura, justo en el centro, en una pequeña sala de actos que se usaba para encuentros como este. No solo se presentaron amigos y familiares, sino que, además, algunos periodistas locales llegaron a cubrir la noticia. No podía estar más contento… O sí, ¿para qué negarlo?

La ausencia de mi padre se notó profundamente. Sé que es irónico saber que nos odiábamos y que, a la vez, lo necesitaba tantísimo en mi vida. No solo sentía su falta en el salón de actos, mientras daba mi discurso y contestaba las pocas preguntas que se hicieron desde el público, sino también notaba su falta en alguna que otra palabra plasmada en el libro, en alguna que otra relación que había mantenido y que era protagonista en «Horizontes», o, simplemente, en mi forma de relacionarme.

Me sentí muy apoyado, sin embargo, por mi madre, que había sido incombustible durante las semanas anteriores; por Maca, que había venido de Madrid expresamente para la presentación («A las 6:00 am me cojo el tren de vuelta, verás tú qué risa mañana en el trabajo»); y por mis amigos, Rodri, Isa, Carolina… Estaban todos. Después del acto, fuimos a cenar algo, y llegamos a casa a medianoche.

Para mi sorpresa, nos esperaba mi padre. El olor a tabaco y alcohol inundó el salón. Se me erizó toda la espalda: ese olor me daba miedo. Siempre que la casa olía así, pasaba algo malo. Saludé y me fui directo a mi dormitorio, pero él interrumpió mi paso con una pregunta.

—¿Sabes qué? —empezó mi padre con una voz áspera— Me he leído tu libro… Sinceramente, si me da asco que la gente hable de sexo, imagínate el asco que el que lo haga sea el maricón de mi hijo. No sé qué te pasa por la cabeza para escribir semejantes cosas.

Las palabras resonaron en mi cabeza como una bofetada. No me sorprendió que fuera tan duro con sus críticas, pues siempre me había tratado de forma condescendiente; sin embargo, sí que me sorprendió que fuera esta la primera conversación que fuéramos a tener después de tantísimo tiempo sin contacto real entre nosotros. Me costó encontrar las palabras adecuadas para responder, pero sabía que tenía que decir algo.

—¿De verdad crees que lo que he escrito es ofensivo? —le respondí con frustración—. ¿Es eso todo lo que piensas de mí y de mi trabajo?

—No se trata de ofenderte o no —replicó, con un tono defensivo—, sino que no entiendo por qué tienes que exponer esas cosas en público. No lo entiendo y no estoy de acuerdo con ello.

—Claro, porque nunca has estado presente para entenderme. Siempre has estado ausente, papá. Ahora que intento expresar quién soy a través de mi trabajo, lo único que recibo de ti son críticas y desprecio.

La conversación escaló rápidamente en una discusión acalorada. Nos echamos en cara nuestros errores y resentimientos acumulados durante años. Él me recriminó por no haberle mostrado el respeto que él creía merecer, mientras yo le recordaba su falta de apoyo y presencia durante toda mi vida. La tensión llegó a un punto tal que, sin saber cómo, acabé esquivando un puñetazo por su parte. Yo no me quedé quieto y le respondí con la misma moneda, pero yo sí acerté. Fue un acto desesperado, un estallido de años de frustraciones no expresadas.

Mi madre, al escuchar el alboroto, intervino con desesperación. Nos intentó separar, pero yo ya no podía detenerme: solo quería acabar con toda esta frustración y detener la voz de mi cabeza que me decía que no era suficiente. Mi madre insistió, con una mezcla de rabia y tristeza en sus ojos, en mediar en una situación que se había vuelto demasiado explosiva.

—¡Se acabó! —gritó, intentando calmar los ánimos—. No podemos seguir así.

—Exactamente, no podemos seguir así. Quiero a este maricón fuera de la casa hoy mismo, se acabó la tontería.

Ni siquiera le contesté. Cogí mis cosas, todo lo que pude de una sentada, y llamé a Rodri, que, al enterarse de lo que había pasado, me acogió sin problemas. Maca, preocupada, me llamó, pero no le cogí el teléfono. No estaba preparado para contar lo que había pasado, aunque sabía que mi madre se lo había dicho. Pasé un par de días allí, tratando de procesar todo lo que había pasado y también de encontrar algo de paz. Las palabras resonaban en mi cabeza como resuena la campana de una iglesia a media mañana. La situación estaba demasiado tensa, pero ya no había vuelta atrás.

Cuando habían pasado tres días desde el incidente, mi madre me llamó. «Ven, que tu padre ya no está», me dijo con un hilo de voz. Necesitaba recuperar el resto de mis cosas, pero luego ¿qué? ¿Qué haría después? Precisamente de camino a casa, me llamó Maca.

—Oye, Martín, ¿qué ha pasado con papá?

—Lo que tenía que haber pasado desde hacía años —le respondí.

—Mira —empezó, con voz conciliadora—, lo de papá estaba claro que tenía que pasar, sí, pero no te viene bien hacer esto. Ni a mamá, que lo hagas, tampoco.

Pensé en mi madre. ¿Qué sucedió esa noche que pasó con una persona violenta, borracha y con ganas de pelea? Se me pusieron los vellos de punta. Accedí a llamar a Maca una vez hubiera terminado de recoger mis cosas para poder hablar con ella tranquilamente.

Cuando mi madre me abrió la puerta de casa, vi que mi madre también debía salir de esa casa cuanto antes. Tenía las ojeras pronunciadas, los ojos rojos de llorar y mal aspecto, en general. Nos dimos un abrazo. «Llevo tres días machacada por tu padre, Martín. No puedo más», admitió.

Todavía ella no lo sabía, pero acabaría divorciándose y el punto de inflexión sería esa agresión mutua que habíamos tenido en el salón de nuestra casa. Pero en ese momento, ella seguía cegada y me animó a que empezara de nuevo en algún otro sitio, que volviera a Sevilla o que me fuera con mi hermana Maca a Madrid. Al menos, a probar suerte y a ver qué pasaba.

Y más por orgullo que por cualquier otra cosa, decidí que era hora de coger el toro por los cuernos y tirarme al ruedo para poder tratar de sacar algo en claro de toda esa situación: necesitaba retomar mi vida, tenía que volver a ser independiente y tratar de encontrar un sitio donde estuviera cómodo. Aproveché que mi hermana estaba viviendo en la capital y, después de hablar con ella y que configurara su apartamento en Getafe para acogerme, me dirigí a Madrid.

La idea de escapar de mi casa me parecía liberadora, y la ciudad, que es igual de caótica que de encantadora, me recibió con una energía que solo se vive en las grandes ciudades. Maca me recibió en Atocha, testigo años después de mi huida de madrugada. Su presencia fue como una bocanada de aire fresco en medio del caos que dejaba en casa.

Durante los días siguientes, aproveché para explorar la ciudad y también para solicitar puestos de trabajo. También aproveché para hacer todo el papeleo y poder estudiar un máster durante ese año. Como siempre me había gustado la enseñanza, me decanté por el de Profesorado, que me parecía más un trámite que cualquier otra cosa.

Parecía que estaba reconstruyendo mi vida, recuperando las ganas de continuar, aunque lo que hubiera dado el pistoletazo de salida fuera un acto destructivo: una batalla campal con mi padre. Era todo muy curioso.

CONEXIONES | Capítulo 16: Ganas

Deja un comentario