
No hubo necesidad de palabras vacías en nuestra conversación: había suficientes como para rellenar los silencios incómodos que esperaba que hubiera; sin embargo, Alonso tomó la iniciativa y comenzó a hablar. Mientras lo hacía, sentía como una mezcla de resignación y de tristeza se apoderaba de mí. No había apenas necesidad de que hubiera un diálogo, ni tampoco había espacio para negociar. Escuché. Acepté lo que tenía que decirme, con una calma prácticamente obligada, y como si mi mente ya hubiera hecho las paces con lo que estaba escuchando mucho antes de que sucediera.
—Te entiendo perfectamente —dije, con la voz a punto de quebrarse, lo suficiente como para que Alonso lo notara, pero no tanto como para que se detuviera—. Solo quiero que sepas que te quiero, ¿vale?
La llamada terminó con un silencio que se extendió por varios segundos antes de que ambos colgáramos. Me quedé con el teléfono en la mano, observando la pantalla apagarse lentamente hasta que se sumió en la oscuridad. Derramé una sola lágrima y, luego, respiré hondo y dejé que la realidad se asentara en mi mente, como si cada palabra dicha en esa conversación hubiera sido un ladrillo más en una muralla que, en vez de aislarme, me protegía de lo que estaba sintiendo.
Me acosté en la cama, mirando al techo. Inevitablemente, viajé atrás en el tiempo, recordando cómo había llegado hasta allí. Era como si todos los caminos que había recorrido hasta entonces hubieran sido una preparación del destino para esa precisa llamada, como si todas las conexiones, los cortocircuitos y los apagones que había experimentado a lo largo de mi vida me hubieran conducido hasta ese punto exacto.
Pensé en Mario. En cómo su nombre, que antes me transmitía nostalgia y dolor, me parecía casi irrelevante, como un fantasma que ya no tenía poder sobre mí. Sin embargo, el daño que me hizo con sus mentiras era algo que aún cargaba conmigo. Había confiado en él en un momento de vulnerabilidad y me engañó de una manera burda e insolente. Había creído en sus promesas vacías, y pensé que podríamos retomar nuestra historia esa noche en Sevilla. Mario fue mi primera conexión real… o eso creía en su momento. Sin embargo, también fue mi primer desencuentro con el amor, y me dejó marcado con cicatrices que tardarían años en sanar.
Mario me enseño, a su manera, que no todas las relaciones que fuera a tener iban a ser sinceras, y que la confianza podía traicionarse de la manera más dolorosa y devastadora. Durante mucho tiempo, me culpé de no haber visto las señales, de no haber sido más exhaustivo con mi primera relación, de haberme dejado llevar por una fantasía que, en retrospectiva, era demasiado buena para ser cierta. ¿Justo cuando estaba solo apareció él? Me pareció un buitre esperando a recoger su presa.
Haciendo una revisión de nuestra relación, de todos los amaneceres y las noches sin dormir, me di cuenta de que Mario me había enseñado una gran lección, dolorosa pero necesaria. Me enseñó que no debía solo conformarme con lo superficial, sino ir un poco más allá, justo donde el amor se separa de las palabras bonitas y de las promesas incumplidas.
Mi mente se desvió hacia Lorenzo, al que categorizaría como un gran apagón. Su ausencia fue como una sombra alargada que se extendió sobre toda mi vida, dejando un vacío que nunca supe cómo llenar. Durante años, intenté convencerme de que su marcha ya no me afectaba, de que podía seguir adelante sin su compañía. Pero, en el fondo, sabía que siempre estuve buscándole, buscando una señal de que me veía, de que le importaba, aunque fuera un poco. La verdad era que Lorenzo hizo lo posible por marcarme con su ausencia, por enseñarme que a veces, las personas que deberían estar ahí simplemente no lo están. Y eso dolía, más de lo que estaba dispuesto a admitir.
Lorenzo representaba todos esos momentos en los que me sentí insignificante, en los que creí que no era lo suficientemente bueno, no solo para él, sino para cualquiera. Era la figura que personificaba mi miedo al rechazo, el miedo a no ser amado ni aceptado. Pero, al igual que con Mario, con el tiempo entendí que Lorenzo también fue una lección. Aprendí que no podía depender de la validación de los demás, especialmente de aquellos que no estaban dispuestos a darla. Lorenzo me enseñó que tenía que encontrar mi propio valor, que no podía seguir buscando en otros lo que necesitaba encontrar en mí mismo.
Pensé en Maca y en cómo su enfado por no haber estado presente en la muerte de mi padre, aunque doloroso en su momento, había sido un catalizador para mi crecimiento. Cuando Maca estalló, me forzó a enfrentarme a una realidad que había estado evitando durante mucho tiempo. Me obligó a confrontar mi soledad, a dejar de buscar refugio en los demás y a aprender a estar conmigo mismo. Su rabia fue como una sacudida, un recordatorio de que las relaciones, incluso las más cercanas, no siempre pueden ser el refugio que buscamos. A veces, son el espejo que refleja nuestros propios errores, nuestras inseguridades, nuestras verdades incómodas.
Pero su enfado también me hizo ver cuánto la necesitaba, cuánto su presencia en mi vida había sido una constante, un ancla. Fue doloroso, pero necesario, darme cuenta de que tenía que aprender a estar solo antes de poder estar con los demás. Y en ese proceso, descubrí que la soledad no era el enemigo que siempre había temido, sino una oportunidad para conocerme a mí mismo de una manera que nunca antes había hecho. La distancia con Maca, aunque difícil, fue lo que me permitió crecer, lo que me empujó a buscar mi propio camino sin depender tanto de los demás.
Por último, pensé en mi madre. Su apoyo había sido una constante a lo largo de mi vida, pero también había sido fuente de confusión. Su decisión de distanciarse de mí después de su divorcio y de la muerte de mi padre me había molestado profundamente, pero en ese momento, con la perspectiva del tiempo y después de una conversación, tuve la oportunidad de entender por qué lo había hecho. Mi madre había pasado la mayor parte de su vida viviendo para los demás, primero para mi padre, luego para nosotros, sus hijos. Cuando se divorció, fue como si finalmente se permitiera vivir para sí misma, aprender a estar sola, a descubrir quién era sin la sombra de mi padre.
Al reflexionar sobre ello, comprendí que en cierto modo, había replicado ese mismo patrón en mi vida. Había pasado tanto tiempo buscando en otros lo que no encontraba en mí mismo, que nunca me permití estar solo, conocerme, aceptarme. El apoyo de mi madre, incluso cuando se distanció, fue lo que me hizo ver que hay momentos en los que necesitamos estar solos, no porque los demás no nos quieran, sino porque necesitamos aprender a querernos a nosotros mismos. Su distancia no fue un rechazo, sino una forma de enseñarme que la soledad puede ser un espacio de crecimiento, de autodescubrimiento.
Cuando terminé de hacer este recorrido por mis recuerdos, por todas las conexiones que habían moldeado quién era, sentí una paz inesperada. Todo, desde las traiciones de Mario, la ausencia de Lorenzo, el enfado de Maca y la distancia de mi madre, todo había sido parte de un proceso más grande, uno que me había llevado a este momento exacto. No era el final que había imaginado, pero quizás era el que necesitaba.
Me levanté de la cama, decidido a no quedarme estancado en esos pensamientos. Recogí algunas cosas, las justas y necesarias, y me preparé para salir. Sabía a dónde tenía que ir, aunque el viaje no fuera fácil. Me dirigí hacia la estación. El destino estaba claro: Madrid, la ciudad que había sido testigo de tantas etapas de mi vida, de mis altibajos, de mis últimos encuentros y desencuentros. Y también donde estaba la persona que necesitaba ver: Alonso.
Durante el trayecto, los nervios empezaron a hacerme dudar. ¿Qué pasaría cuando lo viera? ¿Sería demasiado tarde? Pero también había algo más, una sensación de inevitabilidad, de que, independientemente del resultado, este era el camino que debía tomar. Pensar en el destino era, en parte, un escudo que me ponía por si las cosas no salían como esperaba. Supongo que cada uno tiene sus propios recursos para evitar el dolor, ¿no?
Cuando llegué a la puerta de nuestra casa, sentí un nudo en la garganta. En cualquier momento anterior a dos días atrás, habría metido la llave y habría entrado como siempre, como si nada hubiera cambiado. Pero esta vez, las cosas eran diferentes. Me detuve un momento frente a la puerta, respiré hondo y en lugar de usar la llave, toqué suavemente.
Los segundos que pasaron antes de que Alonso abriera me parecieron eternos. Cuando finalmente lo hizo, nuestros ojos se encontraron, y en ese instante supe que no necesitábamos palabras. Todo lo que había estado sintiendo, todo lo que había estado pensando, parecía converger en ese momento. Su mirada, cálida y sincera, me dijo más de lo que cualquier conversación podría haber dicho.
Nos acercamos el uno al otro, y sin decir nada, nuestros labios se encontraron en un beso que fue tanto una disculpa como una promesa. Un beso que sellaba todas las heridas del pasado y abría la puerta a un futuro que, aunque incierto, sentíamos que podíamos enfrentar juntos. Ese beso fue la confirmación de que, a pesar de todo lo que habíamos pasado, aún había algo entre nosotros, algo real y profundo, algo que valía la pena luchar por conservar.
Cuando nos separamos, nos quedamos mirándonos a los ojos, sabiendo que este era solo el comienzo de un nuevo capítulo, uno en el que ambos estaríamos dispuestos a construir algo verdadero. Mientras nos quedábamos ahí, envueltos en el silencio de la comprensión mutua, pensé en lo que Alonso significaba para mí.
Era diferente a todo lo que había experimentado antes. Con él no había juegos ni mentiras. Nuestro amor era sincero, real, basado en la confianza y en el deseo de construir algo juntos. Alonso me había mostrado lo que significaba ser verdaderamente amado y aceptado. Con él, no tenía que esconderme ni fingir ser alguien que no era. Con él, podía ser yo mismo.
Alonso no solo me ofrecía amor, sino también apoyo, el tipo de apoyo que no había encontrado en mis relaciones anteriores. Me hacía sentir que, sin importar cuán difícil fuera la situación, podíamos superarlo juntos. Su amor no era efímero ni superficial; era profundo y constante, un amor que crecía con cada día, con cada experiencia compartida.
Y con él, había recuperado las ganas, esas ganas de vivir, de amar, de compartir mi vida con alguien que realmente me comprendía. Había momentos en los que dudaba si me merecía este amor, pero con Alonso, esas dudas se desvanecían. Y en ese momento, supe que estaba en el lugar correcto, con la persona correcta.
Nos quedamos ahí, en la puerta, y entramos a nuestro hogar sabiendo que, aunque quedaban muchas cosas por resolver, teníamos lo que necesitábamos para enfrentarlas. Porque al final, las conexiones que formamos, las que resistieron, son las que realmente importan. Y mi conexión con Alonso era más fuerte que cualquier obstáculo que pudiéramos encontrar.