El síndrome del impostor | Chispas de dopamina

Hace tres años ya, por estas fechas aproximadamente, estaba sentado en la que sería mi oficina durante casi dos años, esperando a mi turno. Después de haber dejado mi trabajo anterior, esta era una gran oportunidad para poder meterme en la rueda del trabajo: siempre que empezaba a trabajar, acababa con mil y una oportunidades. Pero en ese momento, a pesar de saber que tenía muchísimas posibilidades de llevarme el puesto, estaba nervioso, ansioso por saber la respuesta incluso antes de que empezara.

Y cuando empezó no mejoró la cosa, la verdad. No supe cómo venderme, más allá de referirles mi experiencia en el currículum, que los dos entrevistadores habían imprimido. Uno de ellos, llegado un momento, interrumpió, incluso, al otro entrevistador de forma brusca.

—No necesitamos escuchar más. Gracias.

Me sentí pequeñito, con ganas de llorar, pensando que no solo había perdido ese trabajo, sino también la rueda a la que me había aferrado como objeto de socorro.

—¿Está todo bien?
—Sí, te llamarán. Muchas gracias.

Me quedé un poco triste, ya que el impostor que tenía dentro de mí me decía que no había conseguido el puesto. Me despedí y salí del pequeño despacho donde hicimos la entrevista. «Te llamarán». La frase era el típico comodín para quitarse el marrón de encima, y dejar claro, en realidad, que esa llamada nunca se producirá… así que, viendo todo lo perdido, me llegó la inspiración.

Volví. Toqué la puerta. Aún tenían mi currículum sobre la mesa. Los dos entrevistadores me miraron sorprendidos.

—Disculpad, pero creo que no he sabido hacerlo todo lo bien que sé hacerlo. Tengo todo lo que necesitáis, solo necesito un par de días de adaptación. Me da vergüenza admitirlo, pero…
—Creo que te estás equivocando —me dijo uno de los entrevistadores—.
—¡No, no me equivoco! De verdad que soy el candidato perfecto. ¡Me encanta todo lo que hacéis, y puedo ser un gran miembro del equipo!
—¡Por eso decimos que te equivocas! Tranquilo, que vas a poder demostrar todo lo que dices porque estás dentro.

Me sentí aliviado, los nervios se disiparon y los tres nos reímos. Me despedí con un «gracias», y el resto es historia.

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