
Aunque siempre había dicho que las grandes ciudades no estaban hechas para mí, debo admitir que Madrid me abrazó de una forma cariñosa y dulce, casi como si me estuviera cuidando. La ciudad me parecía ofrecer un sentido de oportunidad renovada. A tan solo cinco días de llegar, ya tuve mi primera entrevista de trabajo y, una vez superadas las fases del proceso, a las dos semanas empecé a trabajar como recepcionista en una academia de cursos de español, un puesto parecido al que tenía en Sevilla.
Volver a trabajar pareció calmar mi ansiedad, pero la verdad es que el cambio fue emocionante. El ambiente era acogedor y tener una rutina me ofrecía orden después de haber tenido una época tan caótica. Además, después de unos meses, decidí mudarme de la casa de mi hermana Maca para estar más cerca del centro de la ciudad, quitándome así lo que más pereza me daba del mundo, que era coger el transporte público.
Un par de semanas después de mudarme, y ya con la rutina un poco más hecha a la capital, me contactó Juan, el editor que llevó todo el tema de mi libro. Me propuso que, ya que estaba viviendo en Madrid, podríamos organizar algún tipo de evento para presentar el libro en alguna de las librerías con las que tenían acuerdo. «Podemos aprovechar el Día del Libro, que siempre se venden muchos ejemplares», me convenció Juan.
Hasta mediados de abril, que fue cuando se celebró finalmente la presentación, pasaron tres meses, en los que estuve activamente intentando reclutar a gente. Mandé mensajes por redes sociales, a amigos y conocidos, a compañeros de la universidad y también del trabajo. Las presentaciones anteriores a la mía estuvieron bastante animadas, con un público que lanzaba preguntas a los autores y a los editores, así que pensé que para la mía sería más o menos lo mismo; sin embargo, la realidad fue tremendamente desalentadora.
Mi presentación se celebró justo después de un receso de unos 15 minutos, donde se vació la sala del público y se colocaron stands y fondos de la editorial y del libro. Al terminar el descanso y avisar de que el acto iba a dar comienzo, apenas entraron 15 personas. Para este acto, no vino ni siquiera Maca, algo que ya sabía, porque trabajaba. Fue un contraste bastante bestia, ya que tenía como referencia la presentación que hice en casa, en la que estuve rodeado de todos mis amigos y familiares.
Juan decidió continuar, aun así, con la presentación y, aunque hubiera ido poca gente, fueron bastante simpáticos, y tratamos el libro como el punto en común de muchas de las historias de las personas que nos quedamos allí. Más que presentar mi libro, hablamos de relaciones, momentos interesantes de nuestras vidas. Todo me parecía tan inspirador y, a la vez, tan conocido.
Me sentí muy satisfecho con el hecho de haber presentado mi libro aunque hubiera sido, objetivamente, un fiasco. Al final, lo importante era que mi historia estaba publicada, y eso ya era un sueño hecho realidad. Juan me preguntó, una vez terminamos, que si estaba escribiendo algo más, que le gustaba cómo escribía y que había disfrutado mucho revisando mi libro. Le conté sobre el diario personal sobre mis vivencias amorosas y personales, un tema en el que me sentía lo suficientemente cómodo como para poder profundizar y tratarlo como si fuera ficción.
Juan me dijo que me escribiría a lo largo del verano para ver si interesaba a la editorial, y que ya me darían plazo suficiente como para poder entregar un manuscrito en condiciones. Recogí mis cosas, salí, me despedí de los trabajadores de la editorial y me dirigí hacia Chueca. Había visto un nuevo restaurante y quería darme un pequeño capricho después del día que había tenido.
Chueca era una zona que me llamaba la atención por su diversidad y por su ambiente, que estaba animado prácticamente en cualquier momento del año. Me dirigí hacia el restaurante. Había una pequeña cola y me puse al final de la misma, al no tener reserva. Cuando llegó mi turno y dije que quería una mesa para uno, la camarera me miró, de forma incómoda, y me dijo que no era posible. «Solo se permiten mesas de dos en adelante, lo siento», me dijo.
Noté cómo la persona que tenía justo detrás se adelantaba, y se ponía junto a mí. Era un hombre rubio, de casi dos metros, con ojos azules y el típico aspecto de nórdico si uno no se fijaba realmente bien. Cruzamos la mirada un segundo, y sentí una conexión inesperada con ese desconocido.
—Disculpe usted a mi marido —dijo, mientras sacaba el teléfono—, no sabía que venía. Quería darle una sorpresa, por eso le dijo que era mesa para uno. ¿Verdad, cariño?
Asentí, un poco embobado con lo atractivo que me parecía aquel hombre. Creo que la camarera también me lo notó. Sonrió, cogió dos menús y dijo «Síganme, por favor». La seguimos hacia dentro de la sala. La iluminación era lo suficientemente tenue como para generar un ambiente íntimo y agradable, pero tenía la luz perfecta como para ver que el sitio era precioso: la decoración era moderna y rompedora, con tonos neutros y contrastes en colores metálicos.
La camarera nos sentó en una mesa para dos. Me senté justo delante de aquel desconocido con el que iba a cenar. Me parecía un poco… curioso. Era el tipo de cosas que solo podía pasar en Madrid. Cuando nos dejaron solos, me fijé más en él. Era un hombre grande, alto y con aspecto elegante. Tenía una sonrisa preciosa. Un pequeño pendiente en la oreja, parecía recién hecho. El pelo peinado hacia atrás.
Nuestras miradas se cruzaron. Parecía que él también me estaba mirando de arriba abajo. Cuando nos dimos cuenta, los dos cogimos impulsivamente el menú y, de manera torpe, pasamos las hojas apresuradamente.
—Habrá que pedir vino, ¿no? ¿Eres más de blanco o de tinto? —me preguntó mi acompañante.
—Prefiero el blanco, la verdad.
—Pues pediremos una botella, y luego ya vamos viendo.
La carisma de este total desconocido me dio ganas de pasar directamente al postre, ser lo más animal posible con él, pero también me daba mucha curiosidad e intriga todo lo demás. Sabía que había algo interesante en él; precisamente, esa energía que me dio al principio de nuestra cena me encandiló el resto de la velada.
—Disculpa —le dije, interrumpiendo una historia interesantísima acerca de su último viaje a Tailandia—, esto es muy incómodo, y más a estas alturas de la conversación. Pero ¿cómo te llamas?
—Joder —respondió, mientras bebía apresuradamente lo que le quedaba en la copa de vino—, ¡es verdad! ¡No nos hemos presentado! Me llamo Alonso.
—Martín —respondí, tendiéndole la mano para estrecharla—.
Alonso me cogió de la mano y la guardó entre las suyas. Tenía las manos fresquitas, y yo, que soy caluroso, sentí en ese momento una chispa de conexión entre los dos. Continuamos con la cena, y hablamos sobre todo y sobre nada: de nuestros trabajos (él era jefe de recursos humanos en un banco), de nuestras aficiones (a él le encantaba leer y me pidió leer mi libro), de Madrid (los dos éramos del sur, así que echábamos mucho de menos el mar)… Nos dimos cuenta de que compartíamos varios intereses, y parecía que todo iba genial.
Al final, intercambiamos nuestros números. Alonso parecía tan interesado en continuar la noche como yo. Los dos sabíamos que había algo especial en ese encuentro. Nos prometimos llamarnos en un par de días para volver a vernos. Nos despedimos con un beso en la mejilla justo enfrente de la estación de metro de Gran Vía. Él cogió un taxi y yo seguí andando hasta Lavapiés, donde estaba mi apartamento.
A los dos minutos de despedirme, recibí un mensaje suyo:
𝗔𝗟𝗢𝗡𝗦𝗢
𝘔𝘦 𝘩𝘢 𝘦𝘯𝘤𝘢𝘯𝘵𝘢𝘥𝘰 𝘭𝘢 𝘤𝘦𝘯𝘢. 𝘔𝘦 𝘨𝘶𝘴𝘵𝘢𝘳𝘪́𝘢 𝘤𝘰𝘯𝘰𝘤𝘦𝘳𝘵𝘦 𝘶𝘯 𝘱𝘰𝘲𝘶𝘪𝘵𝘰 𝘮𝘢́𝘴. 𝘉𝘶𝘦𝘯𝘢𝘴 𝘯𝘰𝘤𝘩𝘦𝘴, 𝘱𝘳𝘦𝘤𝘪𝘰𝘴𝘰. 😘
𝗠𝗔𝗥𝗧𝗜́𝗡
𝘈 𝘮𝘪́ 𝘵𝘢𝘮𝘣𝘪𝘦́𝘯, 𝘱𝘢𝘳𝘦𝘤𝘦 𝘲𝘶𝘦 𝘵𝘦𝘯𝘨𝘰 𝘣𝘶𝘦𝘯 𝘨𝘶𝘴𝘵𝘰 𝘦𝘭𝘪𝘨𝘪𝘦𝘯𝘥𝘰 𝘮𝘢𝘳𝘪𝘥𝘰, 𝘫𝘢𝘫𝘢𝘫𝘢. ¿𝘘𝘶𝘦́ 𝘵𝘦 𝘱𝘢𝘳𝘦𝘤𝘦 𝘴𝘪 𝘯𝘰𝘴 𝘷𝘦𝘮𝘰𝘴 𝘦𝘭 𝘷𝘪𝘦𝘳𝘯𝘦𝘴? 𝘛𝘦𝘳𝘮𝘪𝘯𝘰 𝘢 𝘭𝘢𝘴 15:00 𝘥𝘦 𝘵𝘳𝘢𝘣𝘢𝘫𝘢𝘳.
𝗔𝗟𝗢𝗡𝗦𝗢
𝘗𝘶𝘦𝘴 𝘳𝘦𝘴𝘦𝘳𝘷𝘰 𝘦𝘯 𝘢𝘭𝘨𝘶́𝘯 𝘳𝘦𝘴𝘵𝘢𝘶𝘳𝘢𝘯𝘵𝘦 𝘤𝘦𝘳𝘤𝘢 𝘥𝘦 𝘥𝘰𝘯𝘥𝘦 𝘵𝘳𝘢𝘣𝘢𝘫𝘢𝘴 𝘺 𝘱𝘢𝘴𝘢𝘮𝘰𝘴 𝘦𝘭 𝘳𝘦𝘴𝘵𝘰 𝘥𝘦 𝘭𝘢 𝘵𝘢𝘳𝘥𝘦 𝘫𝘶𝘯𝘵𝘰𝘴, ¿𝘷𝘢𝘭𝘦? 😀 𝘈𝘤𝘢𝘣𝘰 𝘥𝘦 𝘭𝘭𝘦𝘨𝘢𝘳 𝘢 𝘤𝘢𝘴𝘢, 𝘩𝘢𝘣𝘭𝘢𝘮𝘰𝘴 𝘮𝘢𝘯̃𝘢𝘯𝘢. 𝘘𝘶𝘦 𝘥𝘦𝘴𝘤𝘢𝘯𝘴𝘦𝘴.
A la mañana siguiente, seguimos la conversación. Los mensajes parecían fluir de forma natural. Debo decir que sentí cómo los nervios se apoderaban de mí conforme iba llegando el viernes. Al fin y al cabo, a pesar de que nuestro primer encuentro ya había roto el hielo, sentía que era nuestra primera cita oficial.
Alonso me esperaba en la puerta de un restaurante muy lujoso que estaba cerca de mi trabajo. Yo ni siquiera me había fijado en él, pues se salía de mi presupuesto, pero Alonso decidió que nos podíamos dar ese capricho, que era un momento especial. La comida fue exquisita, y la conversación fue extremadamente interesante. Más de una vez me quedé ensimismado mirándole cómo hablaba, lo que hizo que se riera más de una vez de mi despiste. Ay, su risa. Era contagiosa y me hacía reír. Alonso tenía una habilidad natural para hacerme sentir cómodo y apreciado.
Después de terminar de comer, nos fuimos a dar una vuelta por Madrid. Nos sentamos en una cafetería a tomar un café y, cuando Alonso se levantó para ir a pagar, se inclinó sobre mí y nos dimos un beso. Para mí, esa naturalidad con la que me dio el beso me ofrecía una salida a las emociones acumuladas que llevaba meses guardando. Ese beso, al final, reactivó en mí una chispa que había estado latente durante mucho tiempo.
Sentí una mezcla de deseo y esperanza. La atracción que sentía por Alonso era bastante evidente, y ese beso encendió en mí una sensación de energía renovada. Y ganas. Muchas ganas de saber qué me deparaba el destino con él. Había estado mucho tiempo sin experimentar algo así, y el hecho de que esta conexión se hubiera dado de una forma tan veloz me hizo sentir vivo de nuevo.
—¿Quieres ver mi apartamento? —me preguntó, con una media sonrisa que le hacía incluso más guapo.
—Por favor.
Alonso me llevó hacia su apartamento. Estaba en la zona de Chamberí. Lo tenía exquisitamente decorado, pero la verdad es que la decoración es de lo que menos recuerdo de esa noche. Pasamos toda la tarde en la cama, y acabé durmiendo con él. La experiencia fue diferente a cualquier cosa que hubiera vivido antes. La intimidad con Alonso, además de física, la sentía emocional.
Cuando me quise dar cuenta, después de estar viendo películas, haciendo desayunos, comidas y cenas en casa, y quedarnos despiertos hasta las tantas hablando de nuestras cosas, había llegado la mañana del domingo. Yo decidí que era buen momento para volver a casa: tenía que prepararme la comida de toda la semana. Alonso, sin embargo, no me quería dejar ir. «Es que estoy tan a gusto contigo», me decía.
Salí a la calle, con la promesa de que nos volveríamos a ver esa misma semana, y aproveché para mirar mi teléfono. Tenía 14 llamadas perdidas de Maca y 45 mensajes en WhatsApp. Mi hermana quería hablar conmigo y yo no había estado ahí para ella. La verdad es que no me había dado cuenta, pero ¿se me podía culpar? Estaba cubriendo mi necesidad de conectar con alguien, de sentirme vivo y deseado. Maca podía esperar.
Llegué a mi apartamento, puse una lavadora y aproveché para echarme una siesta. Fue la primera vez en mucho tiempo que descansé, que tenía la mente en un estado zen. Me gustaba esa tranquilidad.