
Había pasado un año desde la muerte de mi padre y, aunque parecía no importarme al principio, acabó afectándome más de la cuenta. Me sentía fatal por no haberme despedido de mi padre, aunque fuera más por una convención social que por convicción. Volví a ir de manera regular al psicólogo, y fue un tema recurrente en mis sesiones de terapia.
Con Alonso, por otra parte, intenté no cometer los mismos errores que había pasado por alto con Mario y con Lorenzo. Estaba tomándome mi tiempo para disfrutar el noviazgo, el cortejo y la sorpresa. Pero tenía ganas de pasar al siguiente escalón, y Alonso también. Al fin y al cabo, también llevaba con él un año.
Cansados de estar en la casa del uno y del otro, finalmente decidimos mudarnos juntos. Habíamos llegado al punto en el que nuestras casas eran más una formalidad que una realidad práctica. Así que, ya con la decisión tomada, decidimos que la mejor idea era buscar un nuevo hogar en Madrid, uno que nos permitiera vivir juntos sin tener que dividir nuestras vidas en espacios diferentes.
Encontramos un piso increíble en La Latina. Había que meterle mano en cuanto a la decoración, pero parecía hecho para nosotros. Tenía un gran salón, dos dormitorios y un baño recién reformado. La cocina era pequeña, pero no había ningún problema. Contaba con techos altos y mucha luz natural, perfecto para nosotros.
Estaba ilusionado. La idea de compartir casa con Alonso, tener un hogar, un lugar al que llamarlo nuestro, me llenaba de emoción. La mudanza fue un torbellino de cajas, muebles y risas, y el desorden que inevitablemente vino con ella.
Las primeras semanas en el nuevo apartamento fueron muy emocionantes. Cada rincón del lugar empezó a llevar nuestra impronta: nuestros juegos de sábanas, la disposición de nuestros libros en la estantería, el aroma del café por la mañana. Me encantaba ver cómo las paredes vacías se llenaban con nuestras pequeñas historias.
Sin embargo, mientras disfrutaba de esta nueva etapa de mi vida, no podía ignorar el distanciamiento con mi familia. La relación con Maca, aunque se había suavizado a raíz de una conversación que tuvimos cuando volvió a Madrid, después del entierro de mi padre, no era lo que había sido antes.
Ella había comenzado a salir con un nuevo novio, Ryan, cuyo comportamiento me resultaba bastante incómodo. No es que no quisiera que Maca fuera feliz, pero Ryan no me caía bien en absoluto. Su actitud hacia mí no era la más agradable, y sus comentarios ocasionales sobre la relación que tenía con Alonso y también la que tenía con Maca me parecían despectivos. La idea de invitarla a nuestra casa con él presente me resultaba impensable, y por eso nuestros encuentros se volvieron menos frecuentes.
En cuanto a mi madre, las cosas eran aún más complicadas. Ella ahora estaba ocupada reconstruyendo su propia historia, por lo que estaba demasiado centrada en ella. Era algo que no entendía en su momento, pero que, con perspectiva y hablándolo en terapia, recordé: yo hice más o menos lo mismo cuando me alejé de mi padre. Sin embargo, la inesperada distancia que se había creado entre nosotros era palpable.
A pesar de mis intentos por acercarme, la nueva dinámica de su vida y el dolor de la discusión que había tenido con Maca por la muerte de mi padre la habían mantenido emocionalmente distante. Aunque entendía sus razones, me sentía triste por no poder compartir más momentos con ella.
Pero yo tenía que seguir con mi vida, y eso hice. En este último año, empecé a trabajar como profesor de Lengua Castellana en un instituto privado cerca de donde vivíamos, un puesto que surgió por sorpresa, pero que me hizo una tremenda ilusión. También me gustó que la editorial le diera luz verde a otra novela, esta centrada en otros aspectos de mi vida amorosa y personal con un toque de ficción. En mis ratos libres, escribía lo que podía, aunque entre redacciones, ejercicios y exámenes, se me hacía complicado.
En octubre, con la llegada del cumpleaños de Alonso, decidí entregarle, además de los regalos (una escapada a la sierra, una cata de vino en La Rioja y la película que no pudimos ir a ver al cine), uno de los capítulos de «Tatuajes», el nuevo libro que estaba escribiendo. Se llamaba «Las arrugas de mis sábanas», y fue el primer relato que escribí pensando en él. Recuperé la hoja manuscrita, con los tachones y las manchas de tinta, y la enmarqué.
El título era un reflejo de cómo se habían quedado las sábanas la primera noche que dormimos en mi casa, una metáfora de cómo se habían entrelazado nuestras vidas. Era una forma de capturar la esencia de nuestra relación y cómo cada pequeña cosa en común tenía un profundo significado para mí.
Preparé una cena especial, y después de los regalos y la tarta, le entregué el relato. Alonso abrió el paquete con curiosidad y, cuando vio el título, su cara mostró sorpresa. Leyó el texto, una y otra vez, y, aunque sonrió, se le escapó una lágrima de emoción.
—¿Esto es por mí, Martín?
—Sí —respondí, dándole un beso en los labios—. Quería que tuvieras algo que capturara lo que siento por ti, algo que refleje cómo nos queremos.
En ese momento, la conexión entre nosotros era tan palpable que casi se podía tocar. Le miré a los ojos y encontré en ellos una mezcla de amor y agradecimiento que me hizo sentir completamente comprendido y amado.
—Pero Martín —dijo, con voz temblorosa—, esto es increíble. Me haces sentir tan especial… Gracias.
Nos abrazamos, y la intensidad del momento nos envolvió por completo. Sentí un vínculo brutal, como si nuestras almas se abrazaran en cada palabra plasmada en el papel y en cada parte de nuestro cuerpo que se tocaba.
Mientras compartíamos ese abrazo, me di cuenta de lo lejos que habíamos llegado. Había pasado por momentos de soledad, distanciamiento y dolor. Me había mudado varias veces en búsqueda de autoconocimiento y autopercepción. También había tenido momentos de deseo carnal y otros de amor, pero todo me había dirigido hacia ese preciso momento.
Allí me sentí a salvo: estábamos los dos juntos, construyendo algo real y hermoso. Lo que teníamos era más profundo de lo que había imaginado jamás en aquel restaurante, cuando nos hicimos pasar por pareja para tener una mesa, y me sentí enormemente agradecido por haber encontrado a Alonso y por la vida que estábamos creando.
Esa noche, sin embargo, a pesar de sentirme bien conmigo mismo y con la relación, no pude dormir. Algo me inquietaba. Me daba miedo de que, en algún momento, todo se torciera. Era algo que no podía evitar: justo cuando creía que todo iba bien con mis anteriores parejas, había sucedido algo que había hecho que todo se fuera al traste.
Y es que mis relaciones no habían sido ideales. No es que hubieran sido ni buenas ni malas, es que no se ajustaban a lo que se espera de una relación en condiciones. Estaba demasiado agotado, demasiado cansado y, a la vez, demasiado ilusionado como para que me volvieran a hacer daño. Y es que me había pasado de todo.
Mario me había destrozado la autoestima. Era un niño cuando empezamos, un crío ingenuo e inocente, que se dejó llevar y creció a base de palos. Y pensar que se casó solo unas horas después de haberse salido de mi cama. Me parecía todo tan loco…
Pero para locura lo que había pasado con Lorenzo, que me había traicionado la confianza. No solo no me apoyó en mis andaduras como escritor, sino que, además, me dejó de la manera más burda y estúpida que se puede pensar: huyendo. ¿Qué se le pasó por la cabeza para coger sus cosas e irse? O, mejor dicho, ¿qué ocurrió para que no volviera?
Incluso mi padre se había marchado de mi vida sin avisar. Me parecía horrible pensar que me iría de este mundo sin saber lo que era una figura paterna en condiciones. Y mira que el cabrón tuvo oportunidades. ¡Pues se tuvo que morir sin demostrármelo! Solo me había demostrado desprecio y desidia.
Sin embargo, y aunque no lo pudiera ver en ese momento, todo iba a ser diferente con Alonso. Por desgracia, unos meses después ocurrió todo: estábamos cenando en un restaurante, a punto de brindar por mi cumpleaños. Justo antes de coger la copa para chocarla con la suya, me entró un pensamiento intrusivo: «me van a hacer daño».
Fue entonces cuando, en mitad de un impulso, dejé el restaurante, con la mirada incrédula de Alonso, cogí un taxi, hice las maletas y dejé Madrid. Llegar a casa con todo el drama fue agotador, y lo primero que hice al llegar, fue volver a dormir en mi cama, donde aproveché el momento de descanso para reflexionar. No solo en qué podía haberme pasado, sino en qué cojones acababa de hacer.