
El otro día escuché, no sé dónde, que hay momentos en los que la mente te dice que pares un segundo a reflexionar si lo que estás haciendo con tu vida te hace feliz, te completa, te llena o, simplemente, te estás dejando atropellar por los quehaceres diarios. Y es curioso porque, en según qué momentos de la vida, en las pocas pausas que se nos dan para hacer esa reflexión, como puede ser antes de las campanadas de fin de año, en septiembre (con el comienzo del curso) o en los cumpleaños, nos da mucho miedo tomar una curva por si nos arrepentimos de seguir conduciendo hacia adelante.
Y digo que es curioso porque las personas jóvenes estamos viviendo una época de constante adaptación y transformación, debido a las situaciones que nos encontramos prácticamente de forma generalizada —precariedad económica y laboral, problemas para acceder a la vivienda, relaciones personales que ya no llenan tanto como antes, una consciencia de los problemas de la salud mental…—, al final acabamos cometiendo los mismos errores que cometieron los que vinieron antes que nosotros: hacer las cosas por inercia. Y es que… es muy difícil salir de ahí.
Poniendo un ejemplo cercano, personal y claro: yo he hecho muchas cosas por inercia, como trabajar hasta literalmente agotarme física y mentalmente, seguir en trabajos que no me gustan, hacerme autónomo sin estar lo suficientemente preparado económicamente, o, simplemente, estudiar algo que no me apetecía solo porque era lo que se estaba esperando de mí. Y cada una de esas acciones las he pagado a un precio que me parece demasiado caro: el tiempo.
Cuesta mucho recuperarse de los golpes que da la vida cuando creemos que estamos haciendo lo correcto y, finalmente, se nos demuestra que no es así, que hay otras cosas más allá que tenemos que tener en cuenta. Por eso hay que obligarse a pararse de vez en cuando, ver qué podemos solucionar, reflexionar sobre cómo estamos. Y con eso me quedo.