
Dicen que a veces hay que perderse para volver a encontrarse, pero la verdad es que es curioso el hecho de que siempre evitamos hacer lo necesario para perdernos. Llámalo rutina o llámalo como quieras: al final todas esas acciones repetidas una y otra vez en el tiempo, que nos acaban quitando las ganas de arriesgar, hacen que tomemos caminos que quizás no deseamos tomar nunca.
Empecé el año con unos planes, con unos objetivos por cumplir, que ya doy por perdidos. En estos doce meses han pasado suficientes cosas como para no aprobar el (interesantísimo) máster que estaba haciendo por la UNED y han pasado demasiadas excusas para no ponerme en forma; sin embargo, aunque ya esté en tiempo de descuento, sí que estoy haciendo lo posible para darle muchísima caña a las oposiciones a las que me presento el año que viene.
Y, precisamente, en la primera sesión de la preparación de las oposiciones se me iluminó parte de un camino que se me antojaba oscuro, cuanto menos: hay que apostar con lo que tenemos, pero apostarlo todo para conseguir nuestro objetivo lo antes posible. El resto no es cosa nuestra, no es algo que podamos cambiar, y, por supuesto, no es algo que deba interceder en nuestros planes: si no es ahora, será en otra ocasión.
Sea como fuere, en junio decidí dejar un trabajo estable para ver qué otras oportunidades me permitía darme la vida y encontré un trabajo que, aunque posiblemente no sea para toda la vida ni tampoco tenga esas expectativas, podría decirse que acerté al cambiar de tercio, ya que trabajar con academias era algo que ya no podía aguantar más (por diversas razones que se han ido acentuado con el tiempo).
La cosa es que ahora mismo estoy contento, feliz, satisfecho con mi vida. Que podría entrenar un par de veces más a la semana (o cuatro, ya que estamos), que podría estudiar muchas más horas, que podría ganar más dinero… pero piano, piano. A ver qué nos depara el 2020.