
No me gustaría darme cuenta de que estoy repitiendo historias cual abuelo demente, pero hoy toca hablar de algo que ya he mencionado con anterioridad, y es por qué elegí estudiar Traducción e Interpretación. Es curioso, porque con catorce años, cuando aún no sabía que quería dedicarme a los idiomas, mis opciones principales eran Magisterio y Psicología: la primera, es obvia; la segunda, todo lo contrario.
Siempre he sido mucho de admirar a la gente que se lo gana a mi alrededor, que cumple sus propósitos, que hace todo lo posible para ser mejor y hacer que los demás también lo seamos. No sé si es que yo he tenido mucha suerte, pero prácticamente la totalidad de la plantilla docente con la que me he topado durante todos mis años como estudiante ha sido maravillosa. Y quizás de ahí viene mi vocación de querer ser profesor, de querer dedicarme a enseñar lo que sé a las futuras generaciones.
La psicología, como dije, era una opción poco obvia. No me gustaban las ciencias, y tampoco se me daban especialmente bien, pero sí que me gustaba escuchar, descubrir, curiosear, sacar conclusiones y hacer crear un producto (un diagnóstico, en el caso de la carrera psicológica) que saliera de mi mente para poder mejorar la de los demás. Pero ambas opciones quedaron enterradas cuando llegó Traducción e Interpretación.
Estos estudios aunaban todo lo que me gustaba: idiomas, creatividad, posible futuro como docente… Era como una playa virgen y escondida que ningún turista se había atrevido a descubrir todavía, y que ahora estaba toda entera para mí. Desde aquel test sobre las profesiones que todo estudiante de mi generación ha hecho (desconozco si se sigue utilizando este tipo de diagnóstico para descubrir qué trabajos nos vienen mejor) lo tenía muy claro: quería dedicarme a los idiomas, pero también a enseñar.
La cosa es que —aquí viene el momento de déjà vu continuo—, en resumen, acabé estudiando Traducción e Interpretación y dedicándome por completo a traducir. Fui traductor autónomo desde la salida de mi libro en 2015 hasta junio de 2017, cuando, por diferentes razones, decidí darme por vencido y empezar de cero estudiando el Máster de Profesorado y rindiéndome a mi vocación de toda la vida.
Y el resto es historia. Viéndolo con un poco de perspectiva, puedo considerar que ser traductor ha sido algo así como un trabajo de transición, una labor que no nos termina gustando o llenando todo lo que debería, o cuya magia se va perdiendo con el tiempo, pero que nos ofrece una posición económica más o menos cómoda y que nos permite aunar fuerzas, reunir confianza o ahorrar dinero para la siguiente etapa de nuestra vida. Siempre creía que ser traductor había sido la mayor de mis suertes (y no estaba equivocado: he sido muy feliz traduciendo, y ya dije en algún momento que no me importaría volver), pero también había sido algo más.
Sea como fuere, y a pesar de creer durante mucho tiempo que ser camarero había sido mi único trabajo de transición, hay que tener en cuenta que todos los trabajos que hacemos antes del definitivo, de alguna u otra forma, nos ayudan a ser mejores en nuestra siguiente etapa: cuando trabajé de camarero, me ayudó a ser multitarea y a intentar conciliar tiempo de trabajo y tiempo libre; cuando trabajé de asistente de formación y comunicación en una empresa inmobiliaria, me ayudó a darme cuenta de que lo importante es estar centrado en lo que estamos haciendo actualmente; cuando trabajé de tutor online de inglés, me ayudó a encontrar un campo de la formación hasta entonces poco conocido para mí (y al que actualmente me dedico).
Ser traductor me ayudó a conseguir la suficiente fuerza para darme cuenta de todo lo demás: que para seguir y empezar nuevos viajes hay que ir cargado de fuerzas, de paciencia y, sobre todo, de experiencia; que para saber lo que uno quiere hay que mirarlo desde la distancia; y, por último, pero no por ello menos importante, que es imprescindible filtrar lo que nos ha dejado de hacer felices.